lunes, 27 de septiembre de 2010

Café en Malañasa o el bloqueo de la locura




Las palabras tienen otro sentido cuando salen desde el interior de una cárcel. Las conversaciones, incluso cuando el tema es el tiempo, o la música, o en silencio, o los sueños... son diferentes cuando se viven entre muros capaces de aislarte incluso de la vida, incluso de tí. Esa sensación, que viví cada día durante varios años cuando trabajaba en prisiones, se repite cada vez que descuelgo el teléfono y las historias me sacan de un café en Malasaña para llevarme, de golpe, al otro lado de unas rejas.

Durante años... dediqué mucho de mi tiempo a escribir, como siempre en servilletas, historias que necesitaba hacer oír en algún lugar... a quien quisiera y sobre todo a quien no quisiera escucharlas. Con el tiempo, me rendí. E incluso yo dejé de creer que era necesario llevar fuera de la cárcel las tristezas que nos superaban dentro. Cambié mi revolución penitenciaria por esa sensación a inmensidad bloqueada, a impotencia provocada por la sociedad indiferente y dormida... una sensación que se repite en cuanto suena el teléfono y la voz me llega desde dentro de unos muros y hacia dentro de la conciencia.

Jose Acosta es una de las personas más nobles que me he cruzado en mi camino. Lleva nueve años encerrado en Salamanca y hoy me habla de las promesas que cuando un interno sale a la calle olvida tratando de enterrar su propia historia. Me habla de sus veinticinco años cuando ha pasado los cuarenta porque es la única etapa de su vida que no puede ni quiere olvidar; me habla de recuperar el tiempo perdido. Me habla del minuto que supo que, primero su madre y después su padre, habían muerto sin tiempo de despedidas. Me habla de un barrio que ya no conoce más que en sus recuerdos, de una profesión que ha olvidado, de una noviecita adolescente que quiere buscar aunque sabe que no encontrará nunca porque ya no existe... Me habla, me habla... y sabe que las imágenes que retoma en su cabeza son reflejos que ya nadie comparte porque quizás nunca han existido... porque nacen del deseo infinito de encontrarse a sí mismo otra vez.

Y es que pocas palabras me dicen más que cuando me las dicen ellos... por los millones de pensamientos a solas que hay detrás de cada renglón; por la tristeza, por la angustia y la ansiedad consumida entre unos muros vacíos de vida. Porque cada día son muchos años, porque cada despertar nunca termina y las noches son sólo noches a secas... sin abrazos, y sin presente, y sin la capacidad simple y llana de poder crear sonrisas que se conviertan en recuerdos.

La vida entre rejas es una vida que roba vida, y regala cientos de sueños que mueren antes de vivir. La falta de libertad roba la posibilidad de seguir utopías... ¿y qué somos, si nos enjaulan el alma? En ningún otro lugar como en la cárcel he visto a los seres humanos luchar por crearse una fachada que les aleje de esa forma de sí mismos, que les aparte de su identidad y de sus ilusiones y de cualquier atisbo de sueño capaz de hacerse realidad. Ahogan la imaginación por miedo a caer en la locura, sin darse cuenta de que la locura es la única forma que tienen de salvarse.

Porque la vida en la cárcel es el epicentro de toda distancia y de toda nostalgia... incluso hacia lo que siente uno mismo; porque la angustia y la ansiedad quita protagonismo a cualquier otro sentimiento que despunte. Y es que lo peor de la distancia no es sólo sentirla, sino saber que no va a detenerse, que no importan los trenes ni los coches que puedas tomar algún día, porque nada puede acercarte a tu tiempo perdido, porque no hay remedio posible más allá de los sueños ni la imaginación y, aún así, evitas caer en ellos para censurar tu locura. Que las circunstancias han bloqueado tu carretera con un árbol talado a mitad de tu camino. Que tu corazón son las palabras a escondidas desde un chabolo antes de que el funcionario decida que es la hora del recuento y de apagar la luz. Que decida tu hora para quedarte a oscuras... para devolverte a la noche sin promesas y sin abrazos, devolverte a tu reencuentro obligado con cada día de tu vida que no has podido sentir... un reencuentro con la tristeza que, inevitablemente, continuará mañana... mientras yo regreso a mi café en Malasaña y tú luchas, incansable, por bloquear la locura.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

En el pasaporte...


Sólo hay un lugar donde las fronteras merecen la pena... en las páginas selladas de un pasaporte


sábado, 18 de septiembre de 2010

En las letras de las canciones



Hay noches en las que lo tienes todo a pesar de nada. A pesar de ti, a pesar de echar de menos, a pesar de los planes que no has cumplido… que no has sabido cumplir. Hay noches en las que tengo la mala o buena costumbre de encerrarme sólo en mí… en las que basta con tener la cabeza apoyada contra el respaldo del sofá mirando al techo y una multitud de cigarros dispuestos a escuchar fijándose en mis ojos cerrados desde el cenicero. Hay noches, no muchas, donde no pides nada más que encontrarte a ti mismo. Quizás por casualidad.

Hoy los cojines me hacen compañía y me sonríen intercambiando miradas, un apoyo incondicional; impacientes y alerta ante los cambios de postura, por si me dejo caer contra ellos; a veces me empeño en lanzarlos hacia arriba para sentir el aire moviéndose mientras cumplen con la gravedad. Hace unos diez minutos que me ensaño con ellos. Y con los recuerdos del año más feliz de mi vida. Es la forma de saber dónde voy. A dónde quiero llegar.

Prometo que esta noche traté de escribir sobre el aniversario del asesinato de Víctor Jara y el día en que millones de mexicanos brindan con tequila por la independencia de México. La noche del 15 al 16 de septiembre. Amarga casualidad y amargo tema difícil para que esta noche tuviera un hueco en esta habitación vacía que se termina en mí. Se ensañan conmigo las decisiones pendientes, las canciones que me empeño en escuchar, los pasos que tengo que seguir y las opciones que van a la deriva.

Esta noche sólo he dejado entrar al humo para que se entretuviera con los cojines y esas canciones que se repiten buscando algo que yo sola no encuentro. Me pregunto dónde estás… pero sobre todo me pregunto dónde estoy. Y cómo reencontrarme con lo que busco.

Hoy sé que mis letras no tienen mucho sentido, porque sólo me definen a mí. Hay palabras, historias, que crees que realmente crees… y que dices a los demás cómo si tú alguna vez lo hubieras comprobado, así que esas palabras vistas en soledad son, tal vez, sólo hipocresías compuestas de Nada. Viles y nefastas hipocresías. ¿Serán así las letras de estas canciones? Quizás ahora yo sé que llevo toda la semana rellena de humo dispuesto a escapar y me propongo avanzar mientras bebo copas de ron con zumo de naranja, que es una combinación patentada por la ilógica profunda más radical. La verdad, es que llevo toda la noche removiendo la ceniza del tabaco con la colilla y decidida a no escribir sobre nada mientras escribo… y vuelvo a empezar...es algo así como sentarse a ver girar la lavadora, como pedalear en una bici estática, como hacer repaso de tu pasado sin decidir que quieres para tu futuro.

Y sé que hay muchas palabras que no me salen mientras tengo la cabeza apoyada contra el respaldo gris de mi sofá. Y la multitud de cigarros se acumula. Y ahora sé que busco el mar, y las olas, y algunas conversaciones... y busco encontrarme con el barco que está a la deriva… Entre el vaivén de las bocanadas. En los momentos en que me encuentro sólo a mi. Sin disfraz. Con el espacio que le cedo esta noche a los mensajes que me prestan las letras de las canciones… Y con la ventaja que me cedo a mi misma. Al lugar donde he sido feliz. Y a mi soledad.  A los pasos que sé que quiero seguir. A mis buenas noches. A tus buenas noches.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Historia de lo Invisible





"Para eso sirve la utopía, sirve para caminar"
Eduardo Galeano


En el corazón de la tierra, el mundo tiene a veces los pies para arriba y el corazón enmudecido por el poder y el miedo. Lo invisible, extendido como el viento a lo largo y ancho del planeta, se deja entrever pocas veces detrás de lo que es importante para los importantes. Lejos, en los suburbios de los extrarradios, miles de personas gastan su voz sin poder decir nada porque nadie les escucha, luchan por subsistir entre la miseria y el hambre, entre la falta de educación y la tristeza. Gente que carece de vivienda, de trabajo, de economía, de educación, de sanidad, de ocio… gente que habita un mundo paralelo donde la realidad no es más que la necesidad de sobrevivir; donde la vida no es más que el ahora. Precariedad. Miedo. Hambre. Marginalidad. Sucede de forma masiva en África, en América Latina, en Asia… y sucede también en Europa, en Norteamérica… en las barranquillas de Madrid, en las Tres Mil Viviendas de Sevilla y en la Mina de Barcelona… disfrazados de la cotidianidad y de las costumbres; olvidados entre las estadísticas que hablan de mejoras en el crecimiento económico.

Hay veces, algunas, que ser un niño es una obligación que te atrapa en la impotencia del deber. Es entonces cuando uno pasa a vivir por deber en lugar de por placer; pasa a no tener voz; para a ser sólo un muñeco figurante en un escaparate de oportunidades vacías. La pobreza se ha convertido en un espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores que aplauden desde el otro lado de la barrera. “Para existir un tercer mundo, tiene que existir un primero”, y parece que en este duelo todos lo saben.

Luego llegan las palabras frías… Sí, se drogaron en las fiestas tristes, se drogan para olvidar y para ser olvidados, vivieron anclados en la arrogancia de quien vive atrapado amarrado por la tristeza de quien no puede vivir con la pobreza que no les deja vivir. Son niños agobiados por el peso de su propio papel en la historia. Niños que han sabido lo que les toca más allá de la infancia, de los sueños, de las miradas, de las utopías. Aquella tarde, en aquel barrio, en aquel cerro carcomido por el tiempo en silencio, alguien miró al horizonte y me dijo que las utopías sólo sirven para seguirlas, para caminar hacia delante, para atrapar los sueños… alguien me lo dijo mirando el mar… el mar que termina en un horizonte que no se sabe donde acaba.

jueves, 9 de septiembre de 2010

La nevera y otros cuentos fríos



Hay momentos en la vida de uno que no pueden ser otra cosa que el principio de un antes o el final de un después. Un instante en la vida sin razón. Son momentos en los que las neveras todavía mantienen vivas aquellas hojas de perejil que después se mustian hasta el olvido…hojas que trajiste porque esperabas que alguien preparase junto a ti un guiso perfecto para cenar, que ese final fuese otro final… o el final de otro principio.

Las neveras siempre me han parecido un fiel testimonio de la vida misma. Con posibilidades infinitas capaces de transmitir una personalidad… Neveras que hablan de historias de padres e hijos, de nietos y suegras, de eternas parejas, de familias imposibles, de ramas de canela. Hay frigoríficos llenos de vida, y otros prohibitivos, o espontáneos, tentativos, desordenados, a punto de masticarte ellos a ti antes de que puedas extender siquiera la mano para rozar el trozo de mantequilla que habita en la segunda balda de la puerta.

Hay neveras vacías que no tienen proyectos... son neveras sin fruta, ni pollo, ni batidos, ni color… neveras en la cola del inem sin derecho a voto ni a manifestación… neveras sin salchichas a las que poner en orden, ni ganas de abarcar más, ni ilusiones ni cenas a la luz de las velas ni los viernes ni los lunes. Seca estructura de hierro casi al borde del cementerio. Cohabitan en edificios con neveras de estudiantes con prisas y siestas de sobremesa con tabaco sobre el sofá del salón... con latas de mejillones, de atún y guisantes, con botellas de ron por pares y cajas de la milagrosa bebida enérgetica de oferta.

Hay neveras dormidas por la rutina de los años… estable por aburrimiento y por ganas de escapar, por simple devoción… hechas de listas y posit que se repiten cada semana por fotocopia compulsiva; baldosas con leche semidesnatada, con los mismos yogures de fresa agridulce, testigo de mal sexo entre la única manzana y el solitario melocotón. Son heladeras podridas de plásticos con fecha de caducidad apoltronadas contra el paredón antes de ser concebidas.

Recuerdo la nevera sideral de una elegante suegra que tuve en alguna lejana misión de guerra… la imagen de esos estantes plagados de sonrisas de dulce de leche fue, no hay duda, lo que más me conquistó. Pasión casi casi permanentemente, un futuro completo idéntico dispuesto a mi imaginación. Botes de colores vivos, llena de huevos cocidos y salmón listos para noches de lluvías de estrellas y un inmenso bol de pasta fresca que siempre vestía de fiesta dispuesto para la ocasión. Bolognesa por consumir. Nata para cocinar y fresca. Tomates, pimientos, sirope, hojaldres, botellas de orujo, licor de canela y ralladura de limón.  

Hay neveras felices que son reflejos de familias perfectas siempre preparadas a en punto para el excelso placer de la hora de la cena. Cocinas llenas de pasteles, tiempo, tarta de carne, trufas, laurel, sopa y yerbabuena; imagen de un martes que parece un domingo cualquiera. Chocolate caliente y bizcochos con forma de corazón.

Son las cámaras que acompañan y corrigen ese instante en la vida de uno que no puede ser otra cosa que el principio de un antes o el final de un después horneado sobre los hornos de piedra. La nevera, como el corazón, son electrodomésticos capaces de detener el tiempo, de retrasar las cosas que al final nunca suceden, de inmortalizar el olor y el sabor de los mejores momentos inflando con levadura emociones revueltas. Esas son neveras que dicen mucho más de lo que sus productos cuentan… ligadas de chocolate y recuerdos de galleta con lacasitos en los ojos y un pistacho en la nariz. 

martes, 7 de septiembre de 2010

El inevitable alto riesgo de compartir el desayuno




Tuve suerte. El pensamiento estuvo a punto de llegarme cuando ya estaba dormida. Seguramente lo hubiera perdido para siempre entre el pasado de los sueños si no fuera porque lo precedió una batería desbordante de preguntas… ¿a qué se debía? Me atormentaban en la mente como hormigas despistadas corriendo a contracorriente… ¿dónde nace y dónde se esconde?¿es posible que la mariposa se convierta en oruga? ¿dónde están el por qué de sus razones? ¿aumenta o disminuye a lo largo de una vida? Su propia vejez… ¿es ternura, es cariño o es rutina abominable? ¿dónde está ese punto cero? ¿y el de no retorno hacia el vacio? ¿estamos detrás del espejo o siempre perseguimos a Alicia…? ¿nos enamoramos de la música o del recuerdo de los besos que sonaban a canciones? ¿nos enamoramos de lo que nos enamora o de lo que sentimos? ¿nos enamoramos del recuerdo o los recuerdos nos atrapan? Sentí vértigo.

Sólo tenía una certeza… las preguntas eran infinitas, insomnes y no me iba a dejar dormir.

Y entonces, anoche, cuando estaba a punto de cerrar los ojos, me di cuenta. Y regresaron a mi mente algunas de las conversaciones más importantes que he tenido a lo largo de mi vida… posiblemente los momentos que realmente fueron auténticos, los más reales, más intensos… algunos de los momentos que hacen que valga la pena estar aquí. Algunos de los momentos que se esconden del amor amputado de corta y pega que se cuela en nuestra vida.

Repasé de párpados para dentro las historias de amor sin límites que se han cruzado conmigo en el camino… las eternas… las inmortales… las mías y las que me regalaron otros. Pasé por un callejón remoto donde un grafiti infantil recuerda un primer beso con hojas de otoño y sangría, en los extrarradios de la adolescencia. Escuché aquellas promesas de conquista exacerbada, repitiéndo mientras la besaba que el segundo amor es tan diferente al primero que ni siquiera te das cuenta de que estás empezando a sentirlo, en la frontera de los diecisiete años. Después la vi a ella sentada en las escaleras de piedra de un teatro cualquiera, explicándome la importancia de conocer al moustruo que todos los que formaron una pareja tenemos dentro… al contrario y al propio, al radical, al que no sabe de medidas ni de límites… al mounstruo enamorado que lo invade todo… y pese a conocer al destructor contrario seguir queriendo compartirlo.

Miré en los ojos de un Óscar encarcelado mientras se tatuaba entre rejas el nombre de Carmen, prometiéndose la vida más allá de los sueños, en otra ciudad muchos años después. Entendí las rodillas de Ana Lía contra el césped seco de tanto quemarlo en lágrimas: el amor se convierte en más amor cuando, hasta siempre, echas de menos. Toqué la puerta de la casa de Mario dónde su pasión era más fuerte que la amnesia perpetua de su Luz, el reflejo de sesenta años juntos. Y releí las letras en la pantalla fría que comparte dos visiones de unas mismas causas, de unas mismas trampas. De distintos besos.

He tenido la suerte de conocer a algunas de las personas que, estoy segura, mejor han sabido sentirlo y que mejor han sabido convertir en palabras lo que sentían. Fue entonces cuando me levanté sobresaltada con mi descubrimiento… cuando abrí cajones, y revolví cartas y recuerdos y toneladas de palabras perdidas en conversaciones. Saqué de los cajones despistes convertidos en besos perdidos, en miradas desvíadas, en jugadas de ajedrez ilimitadamente a punto en el buzón de un correos sin tiempo. Debatí conmigo misma sobre si el amor es más amor cuando espera, cuando corta, cuando sangra, cuando besa, cuando sueña, cuando cansa, cuando grita, cuando espanta, cuando comparte, cuando admira, cuando irradia, cuando recibe, cuando promete, cuando conquista, cuando se escapa…

Y sólo supe cerrar los ojos y seguir dormida. Porque quizás siempre estuve dormida. Porque el amor es para siempre, inevitablemente para siempre, una profesión de alto riesgo que pone en peligro la vida.