miércoles, 10 de marzo de 2010

Mapas del tesoro




Máximo pasó su juventud observando aquellas fotos blanco y negro que alguna vez habían llegado al buzón en forma de carta. Venían desde lejos: "Galicia. España.1935". “Orense. Galicia. 1947”. Ahí se perdía la pista…

De niño solía imaginar sueños dentro de aquellas maletas inmensas. Llenaba sus ojos brillantes de inocencia con mapas del tesoro y promesas de piratas espiando por catalejo desafiante las tierras de fuego y piedra verde de musgo, en Galicia. Siempre en Galicia.

La vida, en cambio, se pasó en Camawey. Bajo el sol de la Cuba de pintadas idealistas y castigada de libertades. Estudió, como todos. Se hizo ingeniero de título, con sueldo de ama de casa. Educó a sus hijos, que como todos los demás hijos de Cuba, también estudiaron. Ella farmacéutica. Él veterinario. El orgullo de la familia figurando en los retratos a la entrada de la casa. Los dos pasaban ahora de los treinta. Su madre, la abuela, añoraba los tiempos en los que, desde su tierra, llegaban las postalitas.

Máximo recogió del baúl de los recuerdos aquellos sueños que imaginaba en la maleta. Los desempolvó. Se armó de paciencia durante cinco largos años bajo el sol de plomo que sólo se aguanta en Cuba y consiguió un visado. Los piratas, pensaba en la espera, también sufrían las torturas del tiempo antes de llegar al destino.

Hace seis meses que supo que Galicia no es una imagen detenida en el transcurso del tiempo. Supo que nadie espera en el puerto con una cámara para dibujar la postalita. Hace cuatro que, en Madrid, un tumor cerebral lo dejó fuera de juego en las listas de empleo.

Se llama Máximo. Tiene 62 años. Es cubano; sus padres emigraron de Galicia. Ahora sabe: Orense no es una tierra en blanco y negro de piratas cargados de sueños. Las maletas ya no guardan mapas del tesoro. Los deseos no se esconden en el recuerdo de una postal carcomida. Nadie le abrazó al llegar; nadie lo besó al salir. El calor llegó de la salida de aire de un metro en la estación de Príncipe Pío.




domingo, 7 de marzo de 2010

Domingos en bicicleta




Me gustan...

las máquinas de coser antiguas. Los libros. Los viajes amontonados en la agenda. Las listas cargadas de planes, aunque a veces no se cumplan. Los cafés. Me encantan las bicicletas (siempre dos)... y soñar las mañanas de domingo.

No me gusta...

madrugar, los días de lluvia, los railes de tranvía en los que crece hierba verde... no me gustan los garbanzos, ni las habas. No me gusta descubir que hay cosas que no me gustan.




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sábado, 6 de marzo de 2010

viernes, 5 de marzo de 2010

Lucía y Martín



El 7 de noviembre de 1994 fue el último día que Lucía M. esperó impaciente que Martín L. la besase en la frente antes coger las llaves del coche y salir hacia el trabajo. Lo recuerda bien, la lluvia caía fuerte contra los cristales mientras ella escuchaba el sonido de la cafetera vibrar en la cocina. Lucía M. se levantó apenas una hora más tarde. Aún sentía el café caliente en la taza sonó el teléfono. Sonrío al imaginar que, tal vez, Martín V. la extrañaba en su oficina.

Tan solo sesenta minutos antes, Lucía M. esperaba impaciente que Martín V. la besase. Lo recuerda bien, cada instante. Aquella mañana fue la última que Martín L. despidió con un beso en la frente a Lucía M.

Ella recordó aquel momento con detalle durante el resto de su vida.





jueves, 4 de marzo de 2010

El escalón de piedra gris


Le gusta sentarse en el escalón de piedra a leer e ingerir bocanadas de humo hasta que el día se vuelve tan oscuro que quien pasa la confunde con la sombra. Hoy no llueve, al menos no para todo el mundo. Y eso le gusta.

Lleva un abrigo rojo oscuro con botones grandes y bolsillos pequeños. No le gustan los bolsillos pequeños, nunca le han gustado. No guardan sorpresas, ni esconden secretos, ni descubre servilletas robadas en algún bar después de un café compartido. Le gusta el café, y las servilletas, y las sorpresas. Le gusta acariciar con la uña del dedo índice cada arista del libro de lomo gris oscuro. En la cajetilla… tan sólo le quedan cinco. Y duda. Y lo prende.

Le gusta dejar el tabaco a su lado, junto a las llaves, sobre la piedra fría del escalón. Sentir la soledad: sin coches, sin respiración, sin que el viento la moleste; sabe que nadie le pedirá paso, que -desde luego- nadie le pedirá uno de los cuatro cigarros que guarda en la cajetilla. Le gusta agarrar el libro sin prisa, sin pausa. Abrirlo condescendientemente. Le gusta releer las dedicatorias. Y la primera página. Relee decenas de veces la primera página… Le gusta anotar las palabras que más le gustan, memorizarlas y pintarlas de colores. Darles vida.

Le gusta darse cuenta de que se hace tarde. Levantar la vista de las letras y ver que el sol se ha escondido más y más. Apoya la cabeza contra la esquina gris del muro de piedra… derrite sobre el papel la bocanada de humo mientras busca el marcapáginas. Colecciona marcapáginas. Le gustan los libros gruesos, la verdad es que le gustan todos los libros. Y hoy, esta tarde, esperando que su abrigo rojo se diluya con la sombra de la noche relee, y fuma, y agota el aire

En paralelo, el personaje masculino de su historia le cuenta a otra chica con abrigo azul el secreto. Se besan. Sonríen. Ella los espía desde su escalón de piedra gris a punto de difundirse con la sombra. Le desconciertan los días en los que llueve para dentro, en los que al menos no llueve para la pareja que figura en la última página del libro de lomo gris oscuro.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Hacia dónde caminar este domingo



     
A Reina, y esas otras Damas

“Ellas lo único que hacen es luchar porque sus familiares vuelvan a las camas vacías, a los tronos humildes de las butacas de sus salas, a las mesas donde el mantel parece ahora una llanura y el vaso un pozo brujo”.

Raúl Rivero, ex preso político





Y Yoani no escribe apenas desde entonces.
Y Reina no piensa hoy qué llevar este domingo.

Cuando los sueños quedan a dos centímetros de las yemas de los dedos, el tiempo se paraliza, los objetivos se detienen y las instantáneas tratan, con todas sus fuerzas, de no caerse al vacío. Hay segundos que cambian el transcurso de toda una historia, que se posicionan entre el tiempo y la memoria, que retienen la intensidad de una lucha. Frenan sí, para coger fuerzas y esconder la victoria en sus bolsillos.

Ellas lo saben aunque el tiempo suspire con fuerza sobre sus camas vacías. Ellas lo saben aunque nadie se siente en las butacas gastadas. Aunque las cartas se amontonen sobre la mesilla esperando que, ojalá esta, sea ya ésta la última carta.

El 23 de febrero, cuando el sol caía en La Habana con la fuerza de las tres de la tarde, Orlando Zapata debió pensar que ya era hora de buscar otro camino, de ceder su lugar a la historia. Porque la gente como Zapata no lucha sin recompensas. No termina su vida sin sueños. Los muchachos como Orlando siguen mirando más allá de la pared y del muro contra el que choca la mirada. Y a veces, y hoy, la vida.
La gente como Zapata camina, camina incansable tras la utopía.

Y sabe que se acabarán las cartas sobre la mesa, letras de emergencia que rezan tenerte al lado.
Y acabarán los silencios reclinados sobre tu butaca, cesarán los espejismos de desgaste consumido.
Y las camas... volverán a llenarse las camas...

Cuando todo cambie, ahora que ya todo cambia, Orlando será recordado con la inmensa gratitud que despiertan los pasos de algunos hombres. Personas que, como los 75 de aquella primavera, todo lo dieron por Cuba.

Aunque el sol caiga como plomo en los días como hoy en La Habana.
Aunque Yoani no escriba apenas desde entonces.
Y Reina no sepa hoy, quizás sólo hoy, hacia dónde caminar este domingo.