lunes, 21 de febrero de 2011

Sueños a flote y la fractura de una forma de vida


Cuando Manuel me invitó a tomar algo en su casa yo desconocía que bajo nuestros pies bailarían  lorchos dispuestos a enfocarme con sus inmensos ojos grises. Fue como sostener la mirada a un bufón traidor que habita tu propia casa... o sus cloacas... que apunta como una linterna dispuesta a apagar la luz. La presencia de los peces y las algas se convirtió en aquel momento en un asalto a mano armada a su fracturada nueva forma de vida. Él, cabizbajo, hacía como si no los sintiese y buscaba como si fuera un proceso pensado con cautela un espacio exacto en el que colocar mi chaquetón... buscaba su sitio como tratando de ordenar un espacio sin orden posible, vacío. Buscaba ordenar su vida triste deseando que yo no me diera cuenta.

Horas antes, apoyados en la barra de un café cualquiera, Manuel me había puesto al día sobre su desafortunada pérdida de trabajo, justo cuando planeaba tener un niño con Teresa y pocos meses después de firmar al fin la hipoteca dejando ya para siempre el alquiler de su apartamento en playa de Áncora, a algunos kilómetros de la frontera que separa Portugal de Galicia. Mientras veía revistas buscando muebles para decorar la última habitación vacía de la casa supo por un burofax que las cosas se complicarían enseguida... y antes de que  las suelas de sus primeras pantuflas estuvieran gastadas ya arrastraba pesaroso todas las maletas hacia la puerta. Teresa había desaparecido algunas semanas antes con las suyas.

Ahora el vaivén de las olas de su nueva casa le arrulla por las noches, estrenando soledad y  tristeza. De momento reconoce que hoy no tiene dinero para recuperar aquel alquiler pero no se siente fracasado ni pobre ni perdido. Sabe que volverá a morir más de una vez. La buena noticia ante el café es que promete que este no es el final de su última vida, es sólo una etapa de marinero en la que debe sacar sus sueños a flote.

Al salir llovía a cántaros sobre el cristal de mi coche... y durante cinco minutos fui un espectador más dudando si quedarme para siempre en aquella pantalla de cine o salir corriendo jurándome elegir la sesión de la sala cómica... en algún lugar donde la realidad no me encontrase nunca. Es lo que tenemos algunos soñadores, que pensamos que despertando el sueño se olvida.

En lugar de todo eso saqué la libreta e hice la única cosa que los periodistas hacemos cuando no sabemos que hacer... disolvernos entre las palabras tratando de que ellas encuentren el sentido a los momentos que vivimos. Aprendí a esconderme detrás de las letras cuando la situación me avergüenza y la impotencia me come. Y lo aprendí de un inolvidable amigo... A él acudo esta noche para tomarle prestado un texto, una historia que nada tiene que ver con Manuel. Es la vida de los pobres... los que fueron y los que, irremediablemente, volverán a ser pobres.

Qué lo disfruten: 

Pobres, lo que se dice pobres, son los que no tienen tiempo para perder el tiempo. Pobres, lo que se dice pobres, son los que no tienen silencio ni pueden comprarlo. Pobres, lo que se dice pobres, son los que tienen piernas que se han olvidado de caminar. Pobres, lo que se dice pobres, son los que comen basura y pagan por ella como si fuese comida. Pobres, lo que se dice pobres, son los que tienen el derecho de respirar mierda, como si fuera aire, sin pagar nada por ella. Pobres, lo que se dice pobres son los que no tienen más libertad de elegir entre uno y otro canal de televisión. Pobres, lo que se dice pobres, son los que viven dramas pasionales con las máquinas. Pobres, lo que se dice pobres, son los que son siempre muchos y están siempre solos. Pobres, lo que se dice pobres, son los que no saben que son pobres
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 E. Galeano

lunes, 14 de febrero de 2011

Cuando los guardias se quedan sin cartas...



En el número 963 de la calle Neptuno de la Habana hay una puerta que aisla una casa de la realidad social en la que vive. La traspasé en junio del 2009, cuando la noche ya había caído y el silencio en la calle sólo se rompía por varias miradas y el eco de una firme vigilancia constante. Nunca como en aquella casa tuve la sensación de que faltaba alguien... todo parecía expectante, preparado, impaciente, dispuesto casi para el reencuentro. Entrenado por la realidad exterior para el olvido.


Héctor Maseda fue detenido el 18 de marzo del 2003 entre aquellas cuatro paredes, frente la mirada de su mujer Laura y de dos de sus cuatro hijos. Seis años después, compartiendo un rato de confidencias, todos ellos esperaban a que Maseda volviera: "siempre pensamos que sería un arresto de algunos días... los más pesimistas hablaban de como mucho un año... pero fue condenado a veinte y los días pasan, y pasan... y todo lo que nos llegan son malas noticias. Los hombres inocentes enferman y los medios no hablan. El silencio se instala y la triste realidad se sepulta en esta isla donde todos quieren irse pero nadie se atreve a decirlo".

Entonces, Laura tenía instalada en la cara una sonrisa dulce y transparente, los ojos claros y la mano cariñosa alternaba entre acariciar el brazo de quien le hablaba o las cartas, dulces cartas, de su marido... "fue nuestro pacto, escribirnos por las noches nuestros pensamientos cada día para tratar de no perdernos lo que nuestra otra mitad sentía en la distancia... Héctor todas las noches me escribe unas líneas y nos las intercambiamos cuando voy a verle. A veces los guardias leen nuestras cartas privadas y yo me indigno con ellos... no sólo sabotean la tranquilidad y la intimidad de mi casa sino que incluso violan las letras que nos escribimos". Se le caen algunas lágrimas... pero incluso cuando llora mantiene fuerte la mirada y esa eterna sonrisa dulce.

En 2009 Laura hablaba de su vida con la misma valentía envidiable que presidía la tristeza eterea que lo envolvía todo. Recuerdo cada episodio de su historia repleta de una confianza absoluta... el juicio injusto contra su marido, el final de su profesión como maestra por las presiones políticas que estaba viviendo, la dificultad para encontrar trabajo del resto de la familia, los insultos por las calles de vecinos que se alejan porque sienten miedo, las vejaciones durante las marchas que con el resto de las Damas de Blanco presidía los domingos al salir de misa... y un único deseo: que algún día Héctor Maseda volviese a dormir en aquella casa rodeado de su familia.

Supe aquella noche que en esa casa se libraba una batalla desigual e injusta... que de antemano parecía perdida. Los ideales de Maseda eran tan fuertes que habían traspasado a su familia, convencidos de que la libertad no era suficiente; era imprescindible conseguirla con dignidad y justicia. Moya y él se negaron a la excarcelación cuando obtenerla les obligaban a exiliarse en España y se niegan al silencio y a la reclusión ahora que, a la fuerza, han salido de la cárcel pese a su deseo de permanecer encarcelados a menos que su libertad fuese incondicional o indulto.

Desde aquel verano del 2009 hasta ahora todo ha sucedido; débiles y fuertes cruzan a veces sus papeles y se intercambian los huecos en la portda del telediario. En aquel verano todavía Laura nos presentaba en su cama vacía el dolor de la frialdad y la ausencia; nadie la conocía fuera de La Habana. Las cartas se apilaban sobre la mesa de la cocina, convertidas en sueños nocturnos pendientes de cumplir y en deseos torturados en la distancia. Laura Pollán contaba su historia con una sonrisa plagada de tristeza.... ahora su tristeza se aloja en las ojeras que llenan las primeras planas de los telediarios. El abrazo se ha cumplido y Maseda duerme desde anoche en su cama. Y en la puerta del calabozo, dicen las malas lenguas, los guardias de seguridad buscan consuelo para su desamparada tristeza... echan de menos a Laura y a Maseda... lloran desolados la ausencia eterna de sus cartas...