A veces la vida me resulta parecida a un vaso de agua sobre el que nunca deja de llover. A veces los días están llenos de trajes de fiesta desgastados en los armarios de las grandes residencias de verano donde jugaban los niños veinte años atrás. A veces el destino no es más que una fría hoja de calendario disecado, esperando que una sirvienta en los huesos y sin dientes le arranque las hojas.
Siempre me ha parecido que la vida merece la pena cuando uno teme perderla, cuando uno se da cuenta de que ese instante vale tanto la pena que nada en ningún otro lugar del mundo puede hacerte más feliz. Que nada valdría la pena si algo cambiara.
Sé de lo que hablo porque yo sentí eso una noche de abril en Barcelona después de un reencuentro en el aeropuerto del Prat. Volví a tener ese mismo sentimiento en una buhardilla recubierta en madera de Malasaña. Y ese sentimiento no se olvida y se instala en la memoria como grabada a fuego en la piel.
La felicidad bien merece ser inolvidable, al fin y al cabo no sucede tantas veces.
Ese sentimiento –que es mucho más intenso que todos los pensamientos del mundo-, volvió a mí como contrapunto hiriente de aquella mañana. Las dos estábamos sentadas una frente a la otra, con dos cafés hirviendo apretujados contra las manos. Yo acababa de separarme, ella se estaba involuntariamente separando.
Es preciosa, joven, inocente, entera… está locamente enamorada de un ser que se le escurre entre las manos. Me habla de su boda, de su embarazo, de sus 28 años de sueños cumplidos en los últimos meses, me habla de su deseo invencible de tener a su marido al lado aunque sea, -cuánto pide-, hasta el próximo fin de año. El día 11 de enero él enfermó; le detectaron una leucemia rabiosa que se celó de vida perfecta de marido y de su recién estrenada situación de padre. Su bebé apenas había cumplido los dos meses. Desde entonces, no ha vuelto a casa. Él hace guardia en la cama del hospital permanentemente. Ella deambula entre el miedo y el vacío. Lucha contra organismos por permanecer cada minuto que la vida le deje en su cuarto, lucha contra las circunstancias por conseguirle a él un batido de vainilla agotado en todos sitios, lucha contra la muerte por quedárselo a su lado… Y ella camina, deambula, incluso a veces me parece que sonríe… al tiempo que llora.
Ahí, sentada con el café frente a ella… quemándome la lengua por la ansiedad de beber café y ocupar la boca para no decir todo lo que quería contar mi rabia… el corazón me latía tan fuerte que no recordé las pérdidas, ni el echar de menos, ni la gente que me falta…
Vicky sólo me transmitió aquella lejana sensación tan feliz de sentir que tienes todo lo que deseas. Y supe que, también para ella, la felicidad merece bien ser inolvidable; al fin y al cabo no sucede tantas veces. Quizás, esta vez, el vaso de agua estalle en mil pedazos mañana.
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