lunes, 29 de noviembre de 2010

A pesar de los kilómetros...





Las despedidas en las estaciones, cuando no quieres que sean, se convierten en fotogramas donde uno baja los brazos y no sabe hacia donde mirar. Son lugares cargados de nostalgia, de echar de menos... de promesas de reencuentros que nunca volverán a ser despedidas. Las estaciones me ponen triste, casi tanto como la nieve, casi tanto como el frío... casi tanto como la soledad...

Hoy fui a una estación en la que para llegar a donde no quería llegar tuve que correr. Me di cuenta mientras corría... siguiendo los pasos que alguien me marcaba. Eran casi las 16.30 y el autobús ya tenía el motor encendido. Mientras corríamos me di cuenta de que eso mismo es lo que nos sucede casi cada día... una escena donde corremos hacia delante, sin mirar a los laterales, sin saber a donde vamos a llegar. Correr por correr, correr desesperadamente.

Las estaciones me recuerdan a muchos momentos de mi vida... pero, sobre todo, a muchas personas de mi vida. Miradas y momentos que son parte de lo que soy. Recordé las noches enteras por llegar en busca de un abrazo que creía imprescindible. Recuerdo la cabeza apoyada contra el cristal contando los minutos que faltaban. Las mariposas en el estómago. Los reencuentros y las despedidas en las que siempre faltaban más besos, más caricias, más palabras... cuando todo era dificil. Cuando pudo ser fácil... el motor no arrancó.

Quisiera poder contabilizar los kilómetros que he hecho por el deseo inmenso de estar cerca. La distancia y echar de menos a alguien es un peso sólo comparable a la nieve y la niebla que me distancia del mundo hoy. Hoy en el andén, viendo como el autobús continúa su línea... pese a la nieve y al frío y a mi echar de menos... me di cuenta de que hay recuerdos tras los que no se puede correr.

Son recuerdos que no se buscan. Son ellos los que te encuentran a ti. Por encima de la nieve. Incluso cuando todo se llena de frío... A pesar de los kilómetros.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Hasta siempre, Mr. Berlanga


Foto: Jose Aymá - El Mundo


"Pensaba que lo más jodido de mi vida había sido la censura de Franco.
¡Pues no! Lo más jodido es la pérdida de la memoria" Berlanga, 2000
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"Lo bueno de tener años es que uno puede creer ya en lo que le de la gana"
Berlanga, 2010



El mundo debe andar mal, cuando todos los grandes se despiden. Berlanga había manifestado en varias ocasiones su preferencia de joderse ante el dolor, porque más le jodería morirse. Sin embargo, una vez más, defiende con hechos su pasión por la contradicción humana y se marcha por la puerta grande sólo unos días después de contar en exclusiva que seguía un tratamiento capaz de hacerle inmortal; consumía pastillas blancas contra el dolor ajeno. 

La misma contradicción con la que se despide es aquella con la que supo cambiar la fotografía de la memoria colectiva. La misma contradicción con la que manifiesta que lo bueno de tener años es que uno puede creer ya en lo que le de la gana, como si acaso Berlanga no fuera  durante toda una vida la muñeca y la mirada de un país dispuesto a reescribir su historia.

Dicen hoy las páginas de los periódicos que Luis G. Berlanga era una marabunta de ideas contrapuestas proyectándose en la vida misma y dispuesto a no olvidarla. Quizás eso explica que su educación jesuíta terminase por firmar una colección de publicaciones eróticas; que un vocacional estudiante de derecho hiciera justicia en los créditos internacionales de las pantallas de cine; que aquel juzgado por la dictadura como "un hombre sin conciencia de patriotismo" sea quien ha contado la historia de la nación de Franco a lo largo del mundo; que un eterno pacifista se alistase para ir el frente con el bando republicano y más tarde se uniese a la División Azul mientras redactaba en su cabeza los mejores guiones de la batalla interna de la Guerra Civil española.

Sólo hay algo que me parece más admirable que saber escribir un buen cuento, y es saber transcribir los cuentos que suceden en la vida. El Verdugo, Bienvenido Mr Marshall, Plácido... son las botas con la memoria puesta; la memoria que ahora se le escondía desde que el Alzheimer aterrizó en su vida. Hace ya varios años que leí a Borges diciendo que España era una película de Berlanga, y aquellas palabras se me clavaron a fuego porque él  logró contar una Guerra Civil a golpe de carcajadas de risa. Supo romper el rumbo dramático de las cosas para conseguir llenar la realidad de una forma distinta, rasgar y rescatar lo inolvidable condenado al olvido de la tristeza. Cuesta, y mucho, cambiar desde una España estancada en el silencio la forma en la que nos escribimos a nosotros mismos.

Y si Berlanga era el dueño del cine, también fue dueño de la provocación contra toda molestia, contra todo silencio.  También fue dueño del imaginario colectivo. Promotor provocador de los sueños  y pesadillas atrapados en el  siglo XX. Así se va, igual que vino. Alzando la voz en el salón de su casa, acompañado por la mujer que le sirve el café y las pastillas y por uno de sus nietos.  Dejándonos entrar  a través del ojo de las cámaras en la intima forma de terminar su vida. Escuchando como su voz resuena como contando la historia del mundo. Convirtiendo las ocho enfermedades que más muertes provocan mundialmente en pastillas de colores capaces de contar un cuento. Logrando que la publicidad de Médicos sin Fronteras se emita hoy en primera hora de todos los informativos. 

Ese, no podía ser otro, fue su último testimonio antes de bajar el telón para siempre. 




 




sábado, 6 de noviembre de 2010

Noche de magia




A lo lejos se escucha el sonido de la lluvia caer con fuerza sobre los cristales que dan al jardín. Es una noche de frío, de invierno toscano y batalla campal de sueños. Ella espera mirando el reloj de pared con una sonrisa mitad nerviosa, mitad cansada… lucha contra el sueño permanentemente por mantener los ojos abiertos. No quiere perderse la vida. Cree repasar sus últimos doce meses mientras los minutos del reloj se empeñan en retrasarse. Escucha pasos y promesas… y siente la pasión de la magia golpearle fuerte el pecho. Tierna, esconde su boquita bajo la sábana y la ilusión dentro de sus ojos grises. Ya casi llega mañana.

Imaginaba la lluvía desdibujando la figura de los tres, casi flotando sobre el asfalto. El camino que marcan los sentidos cuando todo pierde el sentido. A sus padres dormidos entre las sábanas de algodón gris. Rescató de su memoria la figura de la zapatilla de tela roja escarlata sobre la que colocó la carta. Imaginó la sorpresa de Sus Majestades al ver su dibujo debajo de la ventana. Le temblaban las rodillas... promesa de la llegada inmediata de todo lo que esperaba impaciente: una cestilla de dulces, unos guantes de colores vivos, una muñeca de trapo con inmensas trenzas de lana... La emoción explotaba en ella metida dentro de su cama... la intensidad de la magia que sólo regala la magia. La ilusión contenida. La incertidumbre.

Abrió los ojos. Miró el reloj. Salió de la habitación corriendo. Pestañeó de nuevo. Se dio la vuelta bruscamente convencida de que la sorpresa estaría a sus espaldas. Buscó una presencia de magia sentada al borde de la ventana, buscó una luz, una señal, una ilusión, un sueño... La luz del día había llegado, pero su pasado ya no estaba allí. Y las rodillas le temblaban, y los sueños se marchaban. Se le encogió el corazón y se le arrugó la piel. No encontró nada, más que la falta de brillo en su mirada No pudo ver nada. Giró sus pasos sobre sí misma, cabizbaja; esta vez más inmensa y más vacía que nunca. En cuestión de segundos se esfumó toda magia, toda ilusión, toda pasión de una noche que podría haber sido inolvidable. Se quedó a solas con el silencio que llevaba dentro.. con la nostalgia de sus últimos ochenta y seis años. de vida Arrastró su cuerpecito cansado y difuso entre enfermeras y ancianos que ni tan solo veía... Sin entender qué había pasado esta noche de Reyes... cambiando el sueño de colores por la realidad en escala de gris... Se escondió bajo las sábanas con un único deseo: comprender... Con la única esperanza: despertar en el cuerpo que ella imaginaba... volviendo a ser niña, dejando atrás la pesadilla de un cuerpo desgastado de cansancio y vejez. Olvidando ya para siempre aquella sala rota y fría de enfermos repletos de vista perdida... Buscando en su olvido permanente un único consuelo: que el alzheimer le regalase la posibilidad de creer que puede volver empezar de nuevo.