Las despedidas en las estaciones, cuando no quieres que sean, se convierten en fotogramas donde uno baja los brazos y no sabe hacia donde mirar. Son lugares cargados de nostalgia, de echar de menos... de promesas de reencuentros que nunca volverán a ser despedidas. Las estaciones me ponen triste, casi tanto como la nieve, casi tanto como el frío... casi tanto como la soledad...
Hoy fui a una estación en la que para llegar a donde no quería llegar tuve que correr. Me di cuenta mientras corría... siguiendo los pasos que alguien me marcaba. Eran casi las 16.30 y el autobús ya tenía el motor encendido. Mientras corríamos me di cuenta de que eso mismo es lo que nos sucede casi cada día... una escena donde corremos hacia delante, sin mirar a los laterales, sin saber a donde vamos a llegar. Correr por correr, correr desesperadamente.
Las estaciones me recuerdan a muchos momentos de mi vida... pero, sobre todo, a muchas personas de mi vida. Miradas y momentos que son parte de lo que soy. Recordé las noches enteras por llegar en busca de un abrazo que creía imprescindible. Recuerdo la cabeza apoyada contra el cristal contando los minutos que faltaban. Las mariposas en el estómago. Los reencuentros y las despedidas en las que siempre faltaban más besos, más caricias, más palabras... cuando todo era dificil. Cuando pudo ser fácil... el motor no arrancó.
Quisiera poder contabilizar los kilómetros que he hecho por el deseo inmenso de estar cerca. La distancia y echar de menos a alguien es un peso sólo comparable a la nieve y la niebla que me distancia del mundo hoy. Hoy en el andén, viendo como el autobús continúa su línea... pese a la nieve y al frío y a mi echar de menos... me di cuenta de que hay recuerdos tras los que no se puede correr.
Son recuerdos que no se buscan. Son ellos los que te encuentran a ti. Por encima de la nieve. Incluso cuando todo se llena de frío... A pesar de los kilómetros.
Creo que viviendo en Madrid esa es una sensación común.
ResponderEliminarHay recuerdos buenos, y recuerdos menos buenos. Los buenos viven con nosotros siempre. Están agazapados ahí, en un rinconcito de nuestra memoria, escondidos sin molestar. Y cuando deciden salir, nos hacen esbozar una sonrisa, cuando menos. No se buscan. Te encuentran. Los recuerdos menos buenos deberían servir solo para aprender a no repetir los actos que los originaron. Es la grandeza de los sentimientos, de la memoria. Después de todo, no somos peces.
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