viernes, 3 de junio de 2011

Antonio Vega. De amor, despedidas y otras canciones.




"Dónde nos llevó la imaginación..."


Antonio Vega siempre me pareció un tío lleno de personas, lleno del barrio, lleno de una capacidad enorme para estar y escuchar. Me divierte la gente extrovertida, pero me gusta la gente que calla... me intriga el silencio en el que rebotan las ideas y buscan un tubo de salida. Él me parecía así. Como una vida acabada despidiéndose entre las cuerdas de la guitarra.

Hoy hace dos años que dejó de respirar en un hospital de Madrid. Le velaron en la SGAE, en la misma Malasaña desde la que escribió siempre y a pocos metros de su Penta, La Chica de Ayer, escrita de su puño y letra, preside la sala. Al unos doscientos metros de donde les escribo yo ahora.


Un par de veces pude hablar con él por diferentes casualidades que me obligaron a entrevistarle, algo que -pura evidencia. no le divertía ni lo más mínimo. La última vez que nos vimos fue en una fiesta que organizaron unos amigos, pocos meses antes de morir. Dos horas eran tiempo suficiente para entender que  Antonio era un tipo de pocas palabras, capaz de contagiarte en un tiempo record de una ternura enorme. Lo que pensaba la gente le importaba bien poco. Era el dueño de sus botas. Parecía una persona que hacia lo que le daba la gana, llena de contradicciones. Empezó arquitectura y sociología, pero apostó por inventar canciones. Nunca dejó de tocar y de sonar, pero murió sin más posesiones que sus guitarras y un coche. Su director musical le criticaba tanto como le adoraba: Antonio siempre ha sido excesivamente generoso. Se pasó la vida regalando sus mejores canciones a  otros; colegas de la movida que le contaban que se habían quedado sin pasta...  Músicos que empezaban. El dinero le importaba muy poco. 

La noche que Antonio murió llegué a casa y busqué entre sus discos las primeras palabras que él escribió cuando perdió a la chica que amaba: "no creo que la vida me de tiempo a dejar de quererla, aunque me haya dejado, aunque se haya adelantado a mí. Sigo profundamente enamorado de la persona que me dejó porque me sigue llenando cada día". Ella murió en el 2004. Se llamaba Marga. Antonio dijo entonces que quería dedicarle el mejor disco de su carrera. No se me ocurre un regalo más auténtico.

La última vez que lo vi, Antonio hacía la gira de su disco de despedida: 3000 noches con Marga. Levanta la vista de la guitarra cuatro veces en la hora y cuarto que dura el concierto. Olvida la letra más de doce. Se le escapa una media sonrisa cuando oye que alguien grita que le quiere desde la última fila en un intento de prestarle aire. Sus músicos le preguntan si está bien. Eliminan de la lista dos canciones. La gente no se mueve. Se mira. Permanecen quietos con cerveza en mano, sintiéndose invasores en el campo de batalla. Testigos de un momento de intimidad de Antonio consigo mismo, y con sus recuerdos.

Antonio repasa a media voz, porque no le queda otra, canciones que han sido su banda sonora, y la nuestra. Lo hace a medio gas, a medias palabras, a medio acorde; como si le quedase solo la mitad. Como si las 3000 noches compartidas con Marga le dejasen, para siempre, sólo la mitad de su vida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario