Por temporadas, amenizo mis viajes en metro tratando de escribir lo que las personas de alrededor me transmiten con los gestos de sus caras. Me siento en el vagón, generalmente el más alejado el punto de entrada al andén, y repaso con la mirada a cada una de las personas que alcanzo a ver. Entonces, casi siempre, alguien me promete en silencio que si escribo sobre lo que me provoca nunca más olvidaré su cara.
Y, la verdad, casi siempre lo cumplen. Cuando pasa el tiempo y retomo la vieja libreta azul, lo que alguna vez me llamó la atención de esa persona vuelve a mi mente con la misma nitidez que mientras viajábamos en aquel vagón. Y regresa también esa historia de vida que alguna vez imaginé para él.
Con los años, este entretenimiento se ha convertido en casi un ejercicio de memoria.
Durante los últimos días, mis viajes en metro se convierten casi siempre en un tiempo de lectura; quizás estoy demasiado cansada como para reconocer a personajes externos e imaginarme sus historias. A veces leo, a veces disfruto de la experiencia de ser una sardina enlatada. Anoche no quedaba gente de pie; las caras agotadas cuando pasaban de las diez de la noche entraban ya a cuentagotas en el escenario. Y fue entonces cuando una mirada inquisidora me recordó mi propia mirada una mañana cualquiera.
Lo recuerdo perfectamente, analizando como un radar a cada una de las personas del vagón, y noté sin dudas como comenzaba a dibujar en su cuaderno oscuro a la muchacha que viajaba a mi lado. Se ve que es un artista veloz; a los pocos minutos comenzó a analizarme. Varias veces nos cruzamos la mirada, así que disimulé una y otra vez. Me sentía mal viendo a otro ocupar el que a menudo es mi propio papel. Apoyé la cabeza contra el cristal y traté de olvidar lo que estaba sucediendo, traté de fingir que era de nuevo una sardina enlatada. Sin embargo, notaba su mirada: la elevaba y volvía al papel; la elevaba y volvía al papel… A los pocos segundos –la paciencia no es mi fuerte-, comencé a inquietarme… lo miré de frente y esperé que subiera la vista del papel. Sonreí levemente:
- Perdone, ¿me está usted dibujando?
Habitualmente no trato a nadie de usted; creo que era la primera vez que lo hacía con alguien menor de treinta años. Inmediatamente después me imaginé mi cara de imbécil en el momento en el que él me hubiera dicho que, por supuesto, que tenía cosas mucho mejores que hacer que dibujar una sardina de mar perdida en un metro. No se dio el caso. Cerró el cuaderno bruscamente y desvió las pupilas tan lejos como si una sirena angelical le reclamase en alguna otra parte. Me levanté, me coloqué enfrente, cerca de él… debió temer que yo le arrancase la libreta en cualquier momento, así que se limitó a bajar la vista y a forzar un discreto sí más con el movimiento que con la palabra.
El metro había parado y las luces verdes de las puertas ya estaban encendidas. Sólo me dio tiempo a sonreír.
-Gracias. Qué tenga usted un buen viaje.
Al dibujante nunca lo describí en mi libreta azul de historias dentro de los viajes. Nunca hasta esta tarde.
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