jueves, 13 de mayo de 2010

Siete diferencias entre las sombras del café

   Dibujante: P. Gallo   


   (A Karina, por inspirar el transcurso de esta historia, por compartir su oficina y cederme, alguna vez, sus pasatiempos)



Los domingos por la mañana nuestros lugares secretos se desdibujan entre madres de familias con pasteles en las manos y maridos presurosos por comprar el periódico y el pan. Ellos van y vienen, un lujo permitido sólo para algunos. Las cortinas, desde las casas, protegen una ventana que en el interior esconde esa cita en la iglesia los domingos y una vida familiar de manual… Es un paisaje poco habitual desde esta perspectiva callada que compartimos de lunes a viernes; cuando los niños están en la escuela y los padres se quejan frente al café de las once por las escaseces perpetuas de su vida laboral. Unos van con prisa. Otros, simplemente, van contra corriente.

En proporción, el tiempo compartido es poco.

Y pese a todo, la realidad es que me incomodan. Los llantos infantiles queriendo gusanitos antes de la hora de almorzar. Las risas, e incluso las sonrisas (especialmente las que pretenden ser cómplices). Me siento intimidada y desnuda en mi propio escenario. La hora del vermuth el domingo convierte mi despacho en un lugar imposible. Despierta la incapacidad absurda de recorrer cada invisible silencio del bar.

Mi despacho, situado en una de las mesas de mármol que se asoman en la ventana de la cafetería de siempre, me pasa el alquiler del local a golpe de café con leche y azúcar. De lunes a viernes, comparto la oficina con algunos compañeros, silenciosos abuelos dormidos esperando que llegue la hora de la siesta y un paralelo archivo de parados ansiosos por que les llamen con toda urgencia de alguna entrevista laboral.

La invasión de los otros, de los que llegan el domingo, dificulta mi ritual de pasatiempos sobre la mesa de mi dependencia. La dificulta de veras, empapa de imposibilidades mi serena intranquilidad. Por ejemplo, siempre me ha gustado jugar a las siete diferencias; habitualmente lo convierto en mi acto de rebeldía matutino sobre las hojas del único ejemplar de El País que ofrecen como premio por el madrugón los tiranos dueños del local. El abuelo de la boina gris me mira con rabia desde la mesa que toca con la esquina cuando apuro el puño con forzado disimulo sobre el pasatiempo. Creo que cada mañana muere y renace de envidia. Al verle, fuerzo el ceño y se me escapa una falseada sonrisa maligna. Es la inevitable penuria de mi único éxito personal.

Cuando termina la lucha libre entre mi página de pasatiempos y los testigos que me observan, me miro a mí y al viejito de aquella mesa, que todavía me guarda rencor. Mi desinterés emocional provoca que llegado este punto confunda a parados y jubilados como fichas de parchís contrapuestas. Ahí empieza el descubrimiento diario de nuestras siete diferencias. Yo y los jubilados; los jubilados y los parados; los parados y yo. Nos miro y les miro; y pienso que las canas ya no dicen más que las ojeras y las manos sucias de tabaco y tiempo. Que los bastones sostienen ya menos que la infame solemnidad de una potente batería de litio. Que los trajes de chaqueta bien planchados se lamentan de envidia ante los vestidos de los chinos que se arrugan sobre las sillas del local. Unos padecen de polillas; otros de chinazos de cigarrillo. Una enfermedad al uso de los tiempos modernos. Al menos, por regla general, los parados gastamos menos en cantidad de tela para pañuelos y abrigos.

En realidad todos bebemos lo mismo; café porque tiene aroma y, seamos sinceros, es lo más barato de la carta. Los parados, me di cuenta, todos mantenemos el teléfono permanentemente rozado por nuestra mano derecha... A veces me distraigo pensando si es más fuerte la ansiedad que provoca el amor, la vejez o el inem; quizás la pasión sea compartida. Los parados piensan que si el teléfono no suena en un intervalo de dos horas quizás sea porque se ha terminado la batería. Los jubilados no enseñan el teléfono –creo que a muchos no les interesan las palabras-, pero no pierden de vista el reloj como si cuando la aguja toca la hora punta el tren se les fuera inevitablemente, como si esperasen la cita definitiva, como si no tuvieran mañana para volver a envidiar al jovenzuelo que consigue cubrir las páginas de pasatiempos antes de las diez de la mañana.

Llega entonces la interrupción solemne de los domingos; ni siquiera me entretiene jugar a las diferencias entre hoy y los días de la semana. Todo me distrae. Hoy el vaivén de los niños y sus padres no me deja trabajar el pasatiempo de la vida gris de parados y jubilados, atados por el tiempo permanentemente. No me deja encontrar las diferencias sublimes que se encuentran en el mismo lugar. No me dejan discernir la sonrisa de la incertidumbre con la de la nostalgia; la mirada del futuro con la del recuerdo. La vida me interrumpe, me obliga a ver más allá y me despista. Por suerte, pronto llegará mañana. Y volveré a reunirme con mis compañeros de oficina; nos llevamos bien los compañeros pese a la rivalidad y el rencor por la competencia que provoca la página del pasatiempo a la extensa hora del café.

En este estado, la vida es ayer casi siempre. La vida, casi siempre, es mañana. 



1 comentario:

  1. muy bonito relato sobre la cotidaniedad y muy buena descripción, si señorita, muy bien escrito

    A ver cuándo quedamos para tomarnos una gélida birra y me cuentas las historias que me dijiste del rey lagarto, Mr. Jim Morrison...

    baci tanti

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