Las palabras tienen otro sentido cuando salen desde el interior de una cárcel. Las conversaciones, incluso cuando el tema es el tiempo, o la música, o en silencio, o los sueños... son diferentes cuando se viven entre muros capaces de aislarte incluso de la vida, incluso de tí. Esa sensación, que viví cada día durante varios años cuando trabajaba en prisiones, se repite cada vez que descuelgo el teléfono y las historias me sacan de un café en Malasaña para llevarme, de golpe, al otro lado de unas rejas.
Durante años... dediqué mucho de mi tiempo a escribir, como siempre en servilletas, historias que necesitaba hacer oír en algún lugar... a quien quisiera y sobre todo a quien no quisiera escucharlas. Con el tiempo, me rendí. E incluso yo dejé de creer que era necesario llevar fuera de la cárcel las tristezas que nos superaban dentro. Cambié mi revolución penitenciaria por esa sensación a inmensidad bloqueada, a impotencia provocada por la sociedad indiferente y dormida... una sensación que se repite en cuanto suena el teléfono y la voz me llega desde dentro de unos muros y hacia dentro de la conciencia.
Jose Acosta es una de las personas más nobles que me he cruzado en mi camino. Lleva nueve años encerrado en Salamanca y hoy me habla de las promesas que cuando un interno sale a la calle olvida tratando de enterrar su propia historia. Me habla de sus veinticinco años cuando ha pasado los cuarenta porque es la única etapa de su vida que no puede ni quiere olvidar; me habla de recuperar el tiempo perdido. Me habla del minuto que supo que, primero su madre y después su padre, habían muerto sin tiempo de despedidas. Me habla de un barrio que ya no conoce más que en sus recuerdos, de una profesión que ha olvidado, de una noviecita adolescente que quiere buscar aunque sabe que no encontrará nunca porque ya no existe... Me habla, me habla... y sabe que las imágenes que retoma en su cabeza son reflejos que ya nadie comparte porque quizás nunca han existido... porque nacen del deseo infinito de encontrarse a sí mismo otra vez.
Y es que pocas palabras me dicen más que cuando me las dicen ellos... por los millones de pensamientos a solas que hay detrás de cada renglón; por la tristeza, por la angustia y la ansiedad consumida entre unos muros vacíos de vida. Porque cada día son muchos años, porque cada despertar nunca termina y las noches son sólo noches a secas... sin abrazos, y sin presente, y sin la capacidad simple y llana de poder crear sonrisas que se conviertan en recuerdos.
La vida entre rejas es una vida que roba vida, y regala cientos de sueños que mueren antes de vivir. La falta de libertad roba la posibilidad de seguir utopías... ¿y qué somos, si nos enjaulan el alma? En ningún otro lugar como en la cárcel he visto a los seres humanos luchar por crearse una fachada que les aleje de esa forma de sí mismos, que les aparte de su identidad y de sus ilusiones y de cualquier atisbo de sueño capaz de hacerse realidad. Ahogan la imaginación por miedo a caer en la locura, sin darse cuenta de que la locura es la única forma que tienen de salvarse.
Porque la vida en la cárcel es el epicentro de toda distancia y de toda nostalgia... incluso hacia lo que siente uno mismo; porque la angustia y la ansiedad quita protagonismo a cualquier otro sentimiento que despunte. Y es que lo peor de la distancia no es sólo sentirla, sino saber que no va a detenerse, que no importan los trenes ni los coches que puedas tomar algún día, porque nada puede acercarte a tu tiempo perdido, porque no hay remedio posible más allá de los sueños ni la imaginación y, aún así, evitas caer en ellos para censurar tu locura. Que las circunstancias han bloqueado tu carretera con un árbol talado a mitad de tu camino. Que tu corazón son las palabras a escondidas desde un chabolo antes de que el funcionario decida que es la hora del recuento y de apagar la luz. Que decida tu hora para quedarte a oscuras... para devolverte a la noche sin promesas y sin abrazos, devolverte a tu reencuentro obligado con cada día de tu vida que no has podido sentir... un reencuentro con la tristeza que, inevitablemente, continuará mañana... mientras yo regreso a mi café en Malasaña y tú luchas, incansable, por bloquear la locura.
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