martes, 7 de septiembre de 2010

El inevitable alto riesgo de compartir el desayuno




Tuve suerte. El pensamiento estuvo a punto de llegarme cuando ya estaba dormida. Seguramente lo hubiera perdido para siempre entre el pasado de los sueños si no fuera porque lo precedió una batería desbordante de preguntas… ¿a qué se debía? Me atormentaban en la mente como hormigas despistadas corriendo a contracorriente… ¿dónde nace y dónde se esconde?¿es posible que la mariposa se convierta en oruga? ¿dónde están el por qué de sus razones? ¿aumenta o disminuye a lo largo de una vida? Su propia vejez… ¿es ternura, es cariño o es rutina abominable? ¿dónde está ese punto cero? ¿y el de no retorno hacia el vacio? ¿estamos detrás del espejo o siempre perseguimos a Alicia…? ¿nos enamoramos de la música o del recuerdo de los besos que sonaban a canciones? ¿nos enamoramos de lo que nos enamora o de lo que sentimos? ¿nos enamoramos del recuerdo o los recuerdos nos atrapan? Sentí vértigo.

Sólo tenía una certeza… las preguntas eran infinitas, insomnes y no me iba a dejar dormir.

Y entonces, anoche, cuando estaba a punto de cerrar los ojos, me di cuenta. Y regresaron a mi mente algunas de las conversaciones más importantes que he tenido a lo largo de mi vida… posiblemente los momentos que realmente fueron auténticos, los más reales, más intensos… algunos de los momentos que hacen que valga la pena estar aquí. Algunos de los momentos que se esconden del amor amputado de corta y pega que se cuela en nuestra vida.

Repasé de párpados para dentro las historias de amor sin límites que se han cruzado conmigo en el camino… las eternas… las inmortales… las mías y las que me regalaron otros. Pasé por un callejón remoto donde un grafiti infantil recuerda un primer beso con hojas de otoño y sangría, en los extrarradios de la adolescencia. Escuché aquellas promesas de conquista exacerbada, repitiéndo mientras la besaba que el segundo amor es tan diferente al primero que ni siquiera te das cuenta de que estás empezando a sentirlo, en la frontera de los diecisiete años. Después la vi a ella sentada en las escaleras de piedra de un teatro cualquiera, explicándome la importancia de conocer al moustruo que todos los que formaron una pareja tenemos dentro… al contrario y al propio, al radical, al que no sabe de medidas ni de límites… al mounstruo enamorado que lo invade todo… y pese a conocer al destructor contrario seguir queriendo compartirlo.

Miré en los ojos de un Óscar encarcelado mientras se tatuaba entre rejas el nombre de Carmen, prometiéndose la vida más allá de los sueños, en otra ciudad muchos años después. Entendí las rodillas de Ana Lía contra el césped seco de tanto quemarlo en lágrimas: el amor se convierte en más amor cuando, hasta siempre, echas de menos. Toqué la puerta de la casa de Mario dónde su pasión era más fuerte que la amnesia perpetua de su Luz, el reflejo de sesenta años juntos. Y releí las letras en la pantalla fría que comparte dos visiones de unas mismas causas, de unas mismas trampas. De distintos besos.

He tenido la suerte de conocer a algunas de las personas que, estoy segura, mejor han sabido sentirlo y que mejor han sabido convertir en palabras lo que sentían. Fue entonces cuando me levanté sobresaltada con mi descubrimiento… cuando abrí cajones, y revolví cartas y recuerdos y toneladas de palabras perdidas en conversaciones. Saqué de los cajones despistes convertidos en besos perdidos, en miradas desvíadas, en jugadas de ajedrez ilimitadamente a punto en el buzón de un correos sin tiempo. Debatí conmigo misma sobre si el amor es más amor cuando espera, cuando corta, cuando sangra, cuando besa, cuando sueña, cuando cansa, cuando grita, cuando espanta, cuando comparte, cuando admira, cuando irradia, cuando recibe, cuando promete, cuando conquista, cuando se escapa…

Y sólo supe cerrar los ojos y seguir dormida. Porque quizás siempre estuve dormida. Porque el amor es para siempre, inevitablemente para siempre, una profesión de alto riesgo que pone en peligro la vida.

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