lunes, 14 de junio de 2010

Vicky y la lluvia sobre el vaso de agua


A veces la vida me resulta parecida a un vaso de agua sobre el que nunca deja de llover. A veces los días están llenos de trajes de fiesta desgastados en los armarios de las grandes residencias de verano donde jugaban los niños veinte años atrás. A veces el destino no es más que una fría hoja de calendario disecado, esperando que una sirvienta en los huesos y sin dientes le arranque las hojas.

Siempre me ha parecido que la vida merece la pena cuando uno teme perderla, cuando uno se da cuenta de que ese instante vale tanto la pena que nada en ningún otro lugar del mundo puede hacerte más feliz. Que nada valdría la pena si algo cambiara.

Sé de lo que hablo porque yo sentí eso una noche de abril en Barcelona después de un reencuentro en el aeropuerto del Prat. Volví a tener ese mismo sentimiento en una buhardilla recubierta en madera de Malasaña. Y ese sentimiento no se olvida y se instala en la memoria como grabada a fuego en la piel.

La felicidad bien merece ser inolvidable, al fin y al cabo no sucede tantas veces.

Ese sentimiento –que es mucho más intenso que todos los pensamientos del mundo-, volvió a mí como contrapunto hiriente de aquella mañana. Las dos estábamos sentadas una frente a la otra, con dos cafés hirviendo apretujados contra las manos. Yo acababa de separarme, ella se estaba involuntariamente separando.

Es preciosa, joven, inocente, entera… está locamente enamorada de un ser que se le escurre entre las manos. Me habla de su boda, de su embarazo, de sus 28 años de sueños cumplidos en los últimos meses, me habla de su deseo invencible de tener a su marido al lado aunque sea, -cuánto pide-, hasta el próximo fin de año. El día 11 de enero él enfermó; le detectaron una leucemia rabiosa que se celó de vida perfecta de marido y de su recién estrenada situación de padre. Su bebé apenas había cumplido los dos meses. Desde entonces, no ha vuelto a casa. Él hace guardia en la cama del hospital permanentemente. Ella deambula entre el miedo y el vacío. Lucha contra organismos por permanecer cada minuto que la vida le deje en su cuarto, lucha contra las circunstancias por conseguirle a él un batido de vainilla agotado en todos sitios, lucha contra la muerte por quedárselo a su lado… Y ella camina, deambula, incluso a veces me parece que sonríe… al tiempo que llora.

Ahí, sentada con el café frente a ella… quemándome la lengua por la ansiedad de beber café y ocupar la boca para no decir todo lo que quería contar mi rabia… el corazón me latía tan fuerte que no recordé las pérdidas, ni el echar de menos, ni la gente que me falta…

Vicky sólo me transmitió aquella lejana sensación tan feliz de sentir que tienes todo lo que deseas. Y supe que, también para ella, la felicidad merece bien ser inolvidable; al fin y al cabo no sucede tantas veces. Quizás, esta vez, el vaso de agua estalle en mil pedazos mañana.



jueves, 13 de mayo de 2010

Siete diferencias entre las sombras del café

   Dibujante: P. Gallo   


   (A Karina, por inspirar el transcurso de esta historia, por compartir su oficina y cederme, alguna vez, sus pasatiempos)



Los domingos por la mañana nuestros lugares secretos se desdibujan entre madres de familias con pasteles en las manos y maridos presurosos por comprar el periódico y el pan. Ellos van y vienen, un lujo permitido sólo para algunos. Las cortinas, desde las casas, protegen una ventana que en el interior esconde esa cita en la iglesia los domingos y una vida familiar de manual… Es un paisaje poco habitual desde esta perspectiva callada que compartimos de lunes a viernes; cuando los niños están en la escuela y los padres se quejan frente al café de las once por las escaseces perpetuas de su vida laboral. Unos van con prisa. Otros, simplemente, van contra corriente.

En proporción, el tiempo compartido es poco.

Y pese a todo, la realidad es que me incomodan. Los llantos infantiles queriendo gusanitos antes de la hora de almorzar. Las risas, e incluso las sonrisas (especialmente las que pretenden ser cómplices). Me siento intimidada y desnuda en mi propio escenario. La hora del vermuth el domingo convierte mi despacho en un lugar imposible. Despierta la incapacidad absurda de recorrer cada invisible silencio del bar.

Mi despacho, situado en una de las mesas de mármol que se asoman en la ventana de la cafetería de siempre, me pasa el alquiler del local a golpe de café con leche y azúcar. De lunes a viernes, comparto la oficina con algunos compañeros, silenciosos abuelos dormidos esperando que llegue la hora de la siesta y un paralelo archivo de parados ansiosos por que les llamen con toda urgencia de alguna entrevista laboral.

La invasión de los otros, de los que llegan el domingo, dificulta mi ritual de pasatiempos sobre la mesa de mi dependencia. La dificulta de veras, empapa de imposibilidades mi serena intranquilidad. Por ejemplo, siempre me ha gustado jugar a las siete diferencias; habitualmente lo convierto en mi acto de rebeldía matutino sobre las hojas del único ejemplar de El País que ofrecen como premio por el madrugón los tiranos dueños del local. El abuelo de la boina gris me mira con rabia desde la mesa que toca con la esquina cuando apuro el puño con forzado disimulo sobre el pasatiempo. Creo que cada mañana muere y renace de envidia. Al verle, fuerzo el ceño y se me escapa una falseada sonrisa maligna. Es la inevitable penuria de mi único éxito personal.

Cuando termina la lucha libre entre mi página de pasatiempos y los testigos que me observan, me miro a mí y al viejito de aquella mesa, que todavía me guarda rencor. Mi desinterés emocional provoca que llegado este punto confunda a parados y jubilados como fichas de parchís contrapuestas. Ahí empieza el descubrimiento diario de nuestras siete diferencias. Yo y los jubilados; los jubilados y los parados; los parados y yo. Nos miro y les miro; y pienso que las canas ya no dicen más que las ojeras y las manos sucias de tabaco y tiempo. Que los bastones sostienen ya menos que la infame solemnidad de una potente batería de litio. Que los trajes de chaqueta bien planchados se lamentan de envidia ante los vestidos de los chinos que se arrugan sobre las sillas del local. Unos padecen de polillas; otros de chinazos de cigarrillo. Una enfermedad al uso de los tiempos modernos. Al menos, por regla general, los parados gastamos menos en cantidad de tela para pañuelos y abrigos.

En realidad todos bebemos lo mismo; café porque tiene aroma y, seamos sinceros, es lo más barato de la carta. Los parados, me di cuenta, todos mantenemos el teléfono permanentemente rozado por nuestra mano derecha... A veces me distraigo pensando si es más fuerte la ansiedad que provoca el amor, la vejez o el inem; quizás la pasión sea compartida. Los parados piensan que si el teléfono no suena en un intervalo de dos horas quizás sea porque se ha terminado la batería. Los jubilados no enseñan el teléfono –creo que a muchos no les interesan las palabras-, pero no pierden de vista el reloj como si cuando la aguja toca la hora punta el tren se les fuera inevitablemente, como si esperasen la cita definitiva, como si no tuvieran mañana para volver a envidiar al jovenzuelo que consigue cubrir las páginas de pasatiempos antes de las diez de la mañana.

Llega entonces la interrupción solemne de los domingos; ni siquiera me entretiene jugar a las diferencias entre hoy y los días de la semana. Todo me distrae. Hoy el vaivén de los niños y sus padres no me deja trabajar el pasatiempo de la vida gris de parados y jubilados, atados por el tiempo permanentemente. No me deja encontrar las diferencias sublimes que se encuentran en el mismo lugar. No me dejan discernir la sonrisa de la incertidumbre con la de la nostalgia; la mirada del futuro con la del recuerdo. La vida me interrumpe, me obliga a ver más allá y me despista. Por suerte, pronto llegará mañana. Y volveré a reunirme con mis compañeros de oficina; nos llevamos bien los compañeros pese a la rivalidad y el rencor por la competencia que provoca la página del pasatiempo a la extensa hora del café.

En este estado, la vida es ayer casi siempre. La vida, casi siempre, es mañana. 



lunes, 10 de mayo de 2010

Cafés de domingo y las nostalgias de seda con destino




Sólo cuando uno asume que el domingo no es un día cualquiera empieza a encontrar sentido a las cosas. Sólo entonces uno comprende porque, pese a odiar la soledad, disfruta de los cafés silenciosos donde la vida sólo tiene sentido dentro de la imaginación de uno mismo. Mundanas miradas a través del cristal que deja pasar la vida de los otros por la acera. Cucharilla mareada en el interior de la taza de café que revuelve la tristeza para convertirla en destino. Sobre de azúcar de papel doblado hasta el infinito, tratando de remendar los recuerdos blindados que saldrán volando del saquito de seda. Olor a café goteando por las ranuras de la mesa de mármol, son restos de sueños y no pies de hierro de cañones fundidos que rinden homenaje a batallas y guerras.

Sólo cuando uno asume que el domingo no es un día cualquiera deja de ser indigente para convertirse en trotamundos. Deja de ser el perdedor cabizbajo que apura el café del desayuno bajo la mirada extenuante de su jefe, para convertirse en el hombre que moja un cruasán tierno y brinda porque el director comparta algún día la distracción provocada por la sensual secretaria veinteañera. Sólo entonces la nariz deja de pegarse contra el cristal del metro en un apuro desesperado por llegar esta mañana puntual a tu condescendiente martirio, para compartir la ocasión de hacer muecas a los niños que se quedan en el andén… ¡¡la irresponsabilidad de empezar el día con otra sonrisa!!

Sólo cuando uno asume que realmente no es un día cualquiera, deja de llorar los domingos por la tarde. Deja de buscar en la cartera que se multipliquen los billetes. Deja de atosigar al marido con la hipoteca, a la niña con el miedo de salir a la calle, de volver esta noche más tarde, de desconfiar hasta de su sombra inerte en el parque del Retiro. Sólo cuando se asume, las lentejas dejan de ser enemigas que te asaltan a la hora de la siesta. Los miedos dejan de ser puñaladas que atosigan a la confianza en el vecino. Sólo entonces los domingos dejan de ser días vacíos para convertirse en días de fiesta. Sólo entonces la vida descubre un sentido: rebelde, irregular, ilógico. Un sentido al fin y al cabo.

Sólo cuando uno asume que el domingo no es un día cualquiera, comprende que los telediarios no debiesen ocupar las comidas en familia ni hacerse hueco a calzador en las mesas de enamorados. Que los periódicos son sólo novelas influidas por la conciencia del que dibuja portadas y editoriales a bien del bolsillo. Que las miradas acristaladas a través de la pantalla no son destino ni consciencia marcada de nadie. Sólo injusticias que roban el tiempo a las historias que valen la pena.

Los domingos tienen ese sabor agridulce que solamente tienen las cosas que tienen dos vertientes. La lógica ilógica. La insensatez sensata. La injusticia justa. Sólo cuando uno asume que los domingos son un día cualquiera...

Y entonces, el café es simplemente una taza con aroma y azúcar moreno; las nostalgias un gusanito de seda con destino.



El día que un chico dibujó en el metro a la sardina desenlatada





Por temporadas, amenizo mis viajes en metro tratando de escribir lo que las personas de alrededor me transmiten con los gestos de sus caras. Me siento en el vagón, generalmente el más alejado el punto de entrada al andén, y repaso con la mirada a cada una de las personas que alcanzo a ver. Entonces, casi siempre, alguien me promete en silencio que si escribo sobre lo que me provoca nunca más olvidaré su cara.

Y, la verdad, casi siempre lo cumplen. Cuando pasa el tiempo y retomo la vieja libreta azul, lo que alguna vez me llamó la atención de esa persona vuelve a mi mente con la misma nitidez que mientras viajábamos en aquel vagón. Y regresa también esa historia de vida que alguna vez imaginé para él.

Con los años, este entretenimiento se ha convertido en casi un ejercicio de memoria.

Durante los últimos días, mis viajes en metro se convierten casi siempre en un tiempo de lectura; quizás estoy demasiado cansada como para reconocer a personajes externos e imaginarme sus historias. A veces leo, a veces disfruto de la experiencia de ser una sardina enlatada. Anoche no quedaba gente de pie; las caras agotadas cuando pasaban de las diez de la noche entraban ya a cuentagotas en el escenario. Y fue entonces cuando una mirada inquisidora me recordó mi propia mirada una mañana cualquiera.

Lo recuerdo perfectamente, analizando como un radar a cada una de las personas del vagón, y noté sin dudas como comenzaba a dibujar en su cuaderno oscuro a la muchacha que viajaba a mi lado. Se ve que es un artista veloz; a los pocos minutos comenzó a analizarme. Varias veces nos cruzamos la mirada, así que disimulé una y otra vez. Me sentía mal viendo a otro ocupar el que a menudo es mi propio papel. Apoyé la cabeza contra el cristal y traté de olvidar lo que estaba sucediendo, traté de fingir que era de nuevo una sardina enlatada. Sin embargo, notaba su mirada: la elevaba y volvía al papel; la elevaba y volvía al papel… A los pocos segundos –la paciencia no es mi fuerte-, comencé a inquietarme… lo miré de frente y esperé que subiera la vista del papel. Sonreí levemente:

- Perdone, ¿me está usted dibujando?

Habitualmente no trato a nadie de usted; creo que era la primera vez que lo hacía con alguien menor de treinta años. Inmediatamente después me imaginé mi cara de imbécil en el momento en el que él me hubiera dicho que, por supuesto, que tenía cosas mucho mejores que hacer que dibujar una sardina de mar perdida en un metro. No se dio el caso. Cerró el cuaderno bruscamente y desvió las pupilas tan lejos como si una sirena angelical le reclamase en alguna otra parte. Me levanté, me coloqué enfrente, cerca de él… debió temer que yo le arrancase la libreta en cualquier momento, así que se limitó a bajar la vista y a forzar un discreto sí más con el movimiento que con la palabra.

El metro había parado y las luces verdes de las puertas ya estaban encendidas. Sólo me dio tiempo a sonreír.

-Gracias. Qué tenga usted un buen viaje.

Al dibujante nunca lo describí en mi libreta azul de historias dentro de los viajes. Nunca hasta esta tarde.




miércoles, 10 de marzo de 2010

Mapas del tesoro




Máximo pasó su juventud observando aquellas fotos blanco y negro que alguna vez habían llegado al buzón en forma de carta. Venían desde lejos: "Galicia. España.1935". “Orense. Galicia. 1947”. Ahí se perdía la pista…

De niño solía imaginar sueños dentro de aquellas maletas inmensas. Llenaba sus ojos brillantes de inocencia con mapas del tesoro y promesas de piratas espiando por catalejo desafiante las tierras de fuego y piedra verde de musgo, en Galicia. Siempre en Galicia.

La vida, en cambio, se pasó en Camawey. Bajo el sol de la Cuba de pintadas idealistas y castigada de libertades. Estudió, como todos. Se hizo ingeniero de título, con sueldo de ama de casa. Educó a sus hijos, que como todos los demás hijos de Cuba, también estudiaron. Ella farmacéutica. Él veterinario. El orgullo de la familia figurando en los retratos a la entrada de la casa. Los dos pasaban ahora de los treinta. Su madre, la abuela, añoraba los tiempos en los que, desde su tierra, llegaban las postalitas.

Máximo recogió del baúl de los recuerdos aquellos sueños que imaginaba en la maleta. Los desempolvó. Se armó de paciencia durante cinco largos años bajo el sol de plomo que sólo se aguanta en Cuba y consiguió un visado. Los piratas, pensaba en la espera, también sufrían las torturas del tiempo antes de llegar al destino.

Hace seis meses que supo que Galicia no es una imagen detenida en el transcurso del tiempo. Supo que nadie espera en el puerto con una cámara para dibujar la postalita. Hace cuatro que, en Madrid, un tumor cerebral lo dejó fuera de juego en las listas de empleo.

Se llama Máximo. Tiene 62 años. Es cubano; sus padres emigraron de Galicia. Ahora sabe: Orense no es una tierra en blanco y negro de piratas cargados de sueños. Las maletas ya no guardan mapas del tesoro. Los deseos no se esconden en el recuerdo de una postal carcomida. Nadie le abrazó al llegar; nadie lo besó al salir. El calor llegó de la salida de aire de un metro en la estación de Príncipe Pío.




domingo, 7 de marzo de 2010

Domingos en bicicleta




Me gustan...

las máquinas de coser antiguas. Los libros. Los viajes amontonados en la agenda. Las listas cargadas de planes, aunque a veces no se cumplan. Los cafés. Me encantan las bicicletas (siempre dos)... y soñar las mañanas de domingo.

No me gusta...

madrugar, los días de lluvia, los railes de tranvía en los que crece hierba verde... no me gustan los garbanzos, ni las habas. No me gusta descubir que hay cosas que no me gustan.




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sábado, 6 de marzo de 2010

viernes, 5 de marzo de 2010

Lucía y Martín



El 7 de noviembre de 1994 fue el último día que Lucía M. esperó impaciente que Martín L. la besase en la frente antes coger las llaves del coche y salir hacia el trabajo. Lo recuerda bien, la lluvia caía fuerte contra los cristales mientras ella escuchaba el sonido de la cafetera vibrar en la cocina. Lucía M. se levantó apenas una hora más tarde. Aún sentía el café caliente en la taza sonó el teléfono. Sonrío al imaginar que, tal vez, Martín V. la extrañaba en su oficina.

Tan solo sesenta minutos antes, Lucía M. esperaba impaciente que Martín V. la besase. Lo recuerda bien, cada instante. Aquella mañana fue la última que Martín L. despidió con un beso en la frente a Lucía M.

Ella recordó aquel momento con detalle durante el resto de su vida.





jueves, 4 de marzo de 2010

El escalón de piedra gris


Le gusta sentarse en el escalón de piedra a leer e ingerir bocanadas de humo hasta que el día se vuelve tan oscuro que quien pasa la confunde con la sombra. Hoy no llueve, al menos no para todo el mundo. Y eso le gusta.

Lleva un abrigo rojo oscuro con botones grandes y bolsillos pequeños. No le gustan los bolsillos pequeños, nunca le han gustado. No guardan sorpresas, ni esconden secretos, ni descubre servilletas robadas en algún bar después de un café compartido. Le gusta el café, y las servilletas, y las sorpresas. Le gusta acariciar con la uña del dedo índice cada arista del libro de lomo gris oscuro. En la cajetilla… tan sólo le quedan cinco. Y duda. Y lo prende.

Le gusta dejar el tabaco a su lado, junto a las llaves, sobre la piedra fría del escalón. Sentir la soledad: sin coches, sin respiración, sin que el viento la moleste; sabe que nadie le pedirá paso, que -desde luego- nadie le pedirá uno de los cuatro cigarros que guarda en la cajetilla. Le gusta agarrar el libro sin prisa, sin pausa. Abrirlo condescendientemente. Le gusta releer las dedicatorias. Y la primera página. Relee decenas de veces la primera página… Le gusta anotar las palabras que más le gustan, memorizarlas y pintarlas de colores. Darles vida.

Le gusta darse cuenta de que se hace tarde. Levantar la vista de las letras y ver que el sol se ha escondido más y más. Apoya la cabeza contra la esquina gris del muro de piedra… derrite sobre el papel la bocanada de humo mientras busca el marcapáginas. Colecciona marcapáginas. Le gustan los libros gruesos, la verdad es que le gustan todos los libros. Y hoy, esta tarde, esperando que su abrigo rojo se diluya con la sombra de la noche relee, y fuma, y agota el aire

En paralelo, el personaje masculino de su historia le cuenta a otra chica con abrigo azul el secreto. Se besan. Sonríen. Ella los espía desde su escalón de piedra gris a punto de difundirse con la sombra. Le desconciertan los días en los que llueve para dentro, en los que al menos no llueve para la pareja que figura en la última página del libro de lomo gris oscuro.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Hacia dónde caminar este domingo



     
A Reina, y esas otras Damas

“Ellas lo único que hacen es luchar porque sus familiares vuelvan a las camas vacías, a los tronos humildes de las butacas de sus salas, a las mesas donde el mantel parece ahora una llanura y el vaso un pozo brujo”.

Raúl Rivero, ex preso político





Y Yoani no escribe apenas desde entonces.
Y Reina no piensa hoy qué llevar este domingo.

Cuando los sueños quedan a dos centímetros de las yemas de los dedos, el tiempo se paraliza, los objetivos se detienen y las instantáneas tratan, con todas sus fuerzas, de no caerse al vacío. Hay segundos que cambian el transcurso de toda una historia, que se posicionan entre el tiempo y la memoria, que retienen la intensidad de una lucha. Frenan sí, para coger fuerzas y esconder la victoria en sus bolsillos.

Ellas lo saben aunque el tiempo suspire con fuerza sobre sus camas vacías. Ellas lo saben aunque nadie se siente en las butacas gastadas. Aunque las cartas se amontonen sobre la mesilla esperando que, ojalá esta, sea ya ésta la última carta.

El 23 de febrero, cuando el sol caía en La Habana con la fuerza de las tres de la tarde, Orlando Zapata debió pensar que ya era hora de buscar otro camino, de ceder su lugar a la historia. Porque la gente como Zapata no lucha sin recompensas. No termina su vida sin sueños. Los muchachos como Orlando siguen mirando más allá de la pared y del muro contra el que choca la mirada. Y a veces, y hoy, la vida.
La gente como Zapata camina, camina incansable tras la utopía.

Y sabe que se acabarán las cartas sobre la mesa, letras de emergencia que rezan tenerte al lado.
Y acabarán los silencios reclinados sobre tu butaca, cesarán los espejismos de desgaste consumido.
Y las camas... volverán a llenarse las camas...

Cuando todo cambie, ahora que ya todo cambia, Orlando será recordado con la inmensa gratitud que despiertan los pasos de algunos hombres. Personas que, como los 75 de aquella primavera, todo lo dieron por Cuba.

Aunque el sol caiga como plomo en los días como hoy en La Habana.
Aunque Yoani no escriba apenas desde entonces.
Y Reina no sepa hoy, quizás sólo hoy, hacia dónde caminar este domingo.