Sólo hay un lugar donde las fronteras merecen la pena... en las páginas selladas de un pasaporte
"Se puede ampliar el presente tanto como se quiera, o lanzarse vertiginosamente hacia el futuro, o dar marcha atras que es lo mas peligroso porque ahí estan los recuerdos, todos los recuerdos, los buenos, los regulares, los execrables. Ahí esta el amor, es decir estás vos, y las grandes lealtades y tambien las grandes traiciones. Ahí esta lo que uno pudo hacer y no hizo, y tambien lo que pudo no hacer y sí hizo". De Primavera con una esquina rota. Mario Benedetti
miércoles, 22 de septiembre de 2010
sábado, 18 de septiembre de 2010
En las letras de las canciones
Hay noches en las que lo tienes todo a pesar de nada. A pesar de ti, a pesar de echar de menos, a pesar de los planes que no has cumplido… que no has sabido cumplir. Hay noches en las que tengo la mala o buena costumbre de encerrarme sólo en mí… en las que basta con tener la cabeza apoyada contra el respaldo del sofá mirando al techo y una multitud de cigarros dispuestos a escuchar fijándose en mis ojos cerrados desde el cenicero. Hay noches, no muchas, donde no pides nada más que encontrarte a ti mismo. Quizás por casualidad.
Hoy los cojines me hacen compañía y me sonríen intercambiando miradas, un apoyo incondicional; impacientes y alerta ante los cambios de postura, por si me dejo caer contra ellos; a veces me empeño en lanzarlos hacia arriba para sentir el aire moviéndose mientras cumplen con la gravedad. Hace unos diez minutos que me ensaño con ellos. Y con los recuerdos del año más feliz de mi vida. Es la forma de saber dónde voy. A dónde quiero llegar.
Prometo que esta noche traté de escribir sobre el aniversario del asesinato de Víctor Jara y el día en que millones de mexicanos brindan con tequila por la independencia de México. La noche del 15 al 16 de septiembre. Amarga casualidad y amargo tema difícil para que esta noche tuviera un hueco en esta habitación vacía que se termina en mí. Se ensañan conmigo las decisiones pendientes, las canciones que me empeño en escuchar, los pasos que tengo que seguir y las opciones que van a la deriva.
Esta noche sólo he dejado entrar al humo para que se entretuviera con los cojines y esas canciones que se repiten buscando algo que yo sola no encuentro. Me pregunto dónde estás… pero sobre todo me pregunto dónde estoy. Y cómo reencontrarme con lo que busco.
Hoy sé que mis letras no tienen mucho sentido, porque sólo me definen a mí. Hay palabras, historias, que crees que realmente crees… y que dices a los demás cómo si tú alguna vez lo hubieras comprobado, así que esas palabras vistas en soledad son, tal vez, sólo hipocresías compuestas de Nada. Viles y nefastas hipocresías. ¿Serán así las letras de estas canciones? Quizás ahora yo sé que llevo toda la semana rellena de humo dispuesto a escapar y me propongo avanzar mientras bebo copas de ron con zumo de naranja, que es una combinación patentada por la ilógica profunda más radical. La verdad, es que llevo toda la noche removiendo la ceniza del tabaco con la colilla y decidida a no escribir sobre nada mientras escribo… y vuelvo a empezar...es algo así como sentarse a ver girar la lavadora, como pedalear en una bici estática, como hacer repaso de tu pasado sin decidir que quieres para tu futuro.
Y sé que hay muchas palabras que no me salen mientras tengo la cabeza apoyada contra el respaldo gris de mi sofá. Y la multitud de cigarros se acumula. Y ahora sé que busco el mar, y las olas, y algunas conversaciones... y busco encontrarme con el barco que está a la deriva… Entre el vaivén de las bocanadas. En los momentos en que me encuentro sólo a mi. Sin disfraz. Con el espacio que le cedo esta noche a los mensajes que me prestan las letras de las canciones… Y con la ventaja que me cedo a mi misma. Al lugar donde he sido feliz. Y a mi soledad. A los pasos que sé que quiero seguir. A mis buenas noches. A tus buenas noches.
jueves, 16 de septiembre de 2010
Historia de lo Invisible
"Para eso sirve la utopía, sirve para caminar"
Eduardo Galeano
En el corazón de la tierra, el mundo tiene a veces los pies para arriba y el corazón enmudecido por el poder y el miedo. Lo invisible, extendido como el viento a lo largo y ancho del planeta, se deja entrever pocas veces detrás de lo que es importante para los importantes. Lejos, en los suburbios de los extrarradios, miles de personas gastan su voz sin poder decir nada porque nadie les escucha, luchan por subsistir entre la miseria y el hambre, entre la falta de educación y la tristeza. Gente que carece de vivienda, de trabajo, de economía, de educación, de sanidad, de ocio… gente que habita un mundo paralelo donde la realidad no es más que la necesidad de sobrevivir; donde la vida no es más que el ahora. Precariedad. Miedo. Hambre. Marginalidad. Sucede de forma masiva en África, en América Latina, en Asia… y sucede también en Europa, en Norteamérica… en las barranquillas de Madrid, en las Tres Mil Viviendas de Sevilla y en la Mina de Barcelona… disfrazados de la cotidianidad y de las costumbres; olvidados entre las estadísticas que hablan de mejoras en el crecimiento económico.
Hay veces, algunas, que ser un niño es una obligación que te atrapa en la impotencia del deber. Es entonces cuando uno pasa a vivir por deber en lugar de por placer; pasa a no tener voz; para a ser sólo un muñeco figurante en un escaparate de oportunidades vacías. La pobreza se ha convertido en un espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores que aplauden desde el otro lado de la barrera. “Para existir un tercer mundo, tiene que existir un primero”, y parece que en este duelo todos lo saben.
Luego llegan las palabras frías… Sí, se drogaron en las fiestas tristes, se drogan para olvidar y para ser olvidados, vivieron anclados en la arrogancia de quien vive atrapado amarrado por la tristeza de quien no puede vivir con la pobreza que no les deja vivir. Son niños agobiados por el peso de su propio papel en la historia. Niños que han sabido lo que les toca más allá de la infancia, de los sueños, de las miradas, de las utopías. Aquella tarde, en aquel barrio, en aquel cerro carcomido por el tiempo en silencio, alguien miró al horizonte y me dijo que las utopías sólo sirven para seguirlas, para caminar hacia delante, para atrapar los sueños… alguien me lo dijo mirando el mar… el mar que termina en un horizonte que no se sabe donde acaba.
jueves, 9 de septiembre de 2010
La nevera y otros cuentos fríos
Hay momentos en la vida de uno que no pueden ser otra cosa que el principio de un antes o el final de un después. Un instante en la vida sin razón. Son momentos en los que las neveras todavía mantienen vivas aquellas hojas de perejil que después se mustian hasta el olvido…hojas que trajiste porque esperabas que alguien preparase junto a ti un guiso perfecto para cenar, que ese final fuese otro final… o el final de otro principio.
Las neveras siempre me han parecido un fiel testimonio de la vida misma. Con posibilidades infinitas capaces de transmitir una personalidad… Neveras que hablan de historias de padres e hijos, de nietos y suegras, de eternas parejas, de familias imposibles, de ramas de canela. Hay frigoríficos llenos de vida, y otros prohibitivos, o espontáneos, tentativos, desordenados, a punto de masticarte ellos a ti antes de que puedas extender siquiera la mano para rozar el trozo de mantequilla que habita en la segunda balda de la puerta.
Hay neveras vacías que no tienen proyectos... son neveras sin fruta, ni pollo, ni batidos, ni color… neveras en la cola del inem sin derecho a voto ni a manifestación… neveras sin salchichas a las que poner en orden, ni ganas de abarcar más, ni ilusiones ni cenas a la luz de las velas ni los viernes ni los lunes. Seca estructura de hierro casi al borde del cementerio. Cohabitan en edificios con neveras de estudiantes con prisas y siestas de sobremesa con tabaco sobre el sofá del salón... con latas de mejillones, de atún y guisantes, con botellas de ron por pares y cajas de la milagrosa bebida enérgetica de oferta.
Hay neveras dormidas por la rutina de los años… estable por aburrimiento y por ganas de escapar, por simple devoción… hechas de listas y posit que se repiten cada semana por fotocopia compulsiva; baldosas con leche semidesnatada, con los mismos yogures de fresa agridulce, testigo de mal sexo entre la única manzana y el solitario melocotón. Son heladeras podridas de plásticos con fecha de caducidad apoltronadas contra el paredón antes de ser concebidas.
Recuerdo la nevera sideral de una elegante suegra que tuve en alguna lejana misión de guerra… la imagen de esos estantes plagados de sonrisas de dulce de leche fue, no hay duda, lo que más me conquistó. Pasión casi casi permanentemente, un futuro completo idéntico dispuesto a mi imaginación. Botes de colores vivos, llena de huevos cocidos y salmón listos para noches de lluvías de estrellas y un inmenso bol de pasta fresca que siempre vestía de fiesta dispuesto para la ocasión. Bolognesa por consumir. Nata para cocinar y fresca. Tomates, pimientos, sirope, hojaldres, botellas de orujo, licor de canela y ralladura de limón.
Hay neveras felices que son reflejos de familias perfectas siempre preparadas a en punto para el excelso placer de la hora de la cena. Cocinas llenas de pasteles, tiempo, tarta de carne, trufas, laurel, sopa y yerbabuena; imagen de un martes que parece un domingo cualquiera. Chocolate caliente y bizcochos con forma de corazón.
Son las cámaras que acompañan y corrigen ese instante en la vida de uno que no puede ser otra cosa que el principio de un antes o el final de un después horneado sobre los hornos de piedra. La nevera, como el corazón, son electrodomésticos capaces de detener el tiempo, de retrasar las cosas que al final nunca suceden, de inmortalizar el olor y el sabor de los mejores momentos inflando con levadura emociones revueltas. Esas son neveras que dicen mucho más de lo que sus productos cuentan… ligadas de chocolate y recuerdos de galleta con lacasitos en los ojos y un pistacho en la nariz.
martes, 7 de septiembre de 2010
El inevitable alto riesgo de compartir el desayuno
Tuve suerte. El pensamiento estuvo a punto de llegarme cuando ya estaba dormida. Seguramente lo hubiera perdido para siempre entre el pasado de los sueños si no fuera porque lo precedió una batería desbordante de preguntas… ¿a qué se debía? Me atormentaban en la mente como hormigas despistadas corriendo a contracorriente… ¿dónde nace y dónde se esconde?¿es posible que la mariposa se convierta en oruga? ¿dónde están el por qué de sus razones? ¿aumenta o disminuye a lo largo de una vida? Su propia vejez… ¿es ternura, es cariño o es rutina abominable? ¿dónde está ese punto cero? ¿y el de no retorno hacia el vacio? ¿estamos detrás del espejo o siempre perseguimos a Alicia…? ¿nos enamoramos de la música o del recuerdo de los besos que sonaban a canciones? ¿nos enamoramos de lo que nos enamora o de lo que sentimos? ¿nos enamoramos del recuerdo o los recuerdos nos atrapan? Sentí vértigo.
Sólo tenía una certeza… las preguntas eran infinitas, insomnes y no me iba a dejar dormir.
Y entonces, anoche, cuando estaba a punto de cerrar los ojos, me di cuenta. Y regresaron a mi mente algunas de las conversaciones más importantes que he tenido a lo largo de mi vida… posiblemente los momentos que realmente fueron auténticos, los más reales, más intensos… algunos de los momentos que hacen que valga la pena estar aquí. Algunos de los momentos que se esconden del amor amputado de corta y pega que se cuela en nuestra vida.
Repasé de párpados para dentro las historias de amor sin límites que se han cruzado conmigo en el camino… las eternas… las inmortales… las mías y las que me regalaron otros. Pasé por un callejón remoto donde un grafiti infantil recuerda un primer beso con hojas de otoño y sangría, en los extrarradios de la adolescencia. Escuché aquellas promesas de conquista exacerbada, repitiéndo mientras la besaba que el segundo amor es tan diferente al primero que ni siquiera te das cuenta de que estás empezando a sentirlo, en la frontera de los diecisiete años. Después la vi a ella sentada en las escaleras de piedra de un teatro cualquiera, explicándome la importancia de conocer al moustruo que todos los que formaron una pareja tenemos dentro… al contrario y al propio, al radical, al que no sabe de medidas ni de límites… al mounstruo enamorado que lo invade todo… y pese a conocer al destructor contrario seguir queriendo compartirlo.
Miré en los ojos de un Óscar encarcelado mientras se tatuaba entre rejas el nombre de Carmen, prometiéndose la vida más allá de los sueños, en otra ciudad muchos años después. Entendí las rodillas de Ana Lía contra el césped seco de tanto quemarlo en lágrimas: el amor se convierte en más amor cuando, hasta siempre, echas de menos. Toqué la puerta de la casa de Mario dónde su pasión era más fuerte que la amnesia perpetua de su Luz, el reflejo de sesenta años juntos. Y releí las letras en la pantalla fría que comparte dos visiones de unas mismas causas, de unas mismas trampas. De distintos besos.
Miré en los ojos de un Óscar encarcelado mientras se tatuaba entre rejas el nombre de Carmen, prometiéndose la vida más allá de los sueños, en otra ciudad muchos años después. Entendí las rodillas de Ana Lía contra el césped seco de tanto quemarlo en lágrimas: el amor se convierte en más amor cuando, hasta siempre, echas de menos. Toqué la puerta de la casa de Mario dónde su pasión era más fuerte que la amnesia perpetua de su Luz, el reflejo de sesenta años juntos. Y releí las letras en la pantalla fría que comparte dos visiones de unas mismas causas, de unas mismas trampas. De distintos besos.
He tenido la suerte de conocer a algunas de las personas que, estoy segura, mejor han sabido sentirlo y que mejor han sabido convertir en palabras lo que sentían. Fue entonces cuando me levanté sobresaltada con mi descubrimiento… cuando abrí cajones, y revolví cartas y recuerdos y toneladas de palabras perdidas en conversaciones. Saqué de los cajones despistes convertidos en besos perdidos, en miradas desvíadas, en jugadas de ajedrez ilimitadamente a punto en el buzón de un correos sin tiempo. Debatí conmigo misma sobre si el amor es más amor cuando espera, cuando corta, cuando sangra, cuando besa, cuando sueña, cuando cansa, cuando grita, cuando espanta, cuando comparte, cuando admira, cuando irradia, cuando recibe, cuando promete, cuando conquista, cuando se escapa…
Y sólo supe cerrar los ojos y seguir dormida. Porque quizás siempre estuve dormida. Porque el amor es para siempre, inevitablemente para siempre, una profesión de alto riesgo que pone en peligro la vida.
martes, 10 de agosto de 2010
Encuentro de la Soledad con el Cuadro Itinerante
A Marthazul
Se sentía sola aquella noche de agosto… en una ciudad donde el cemento palpitaba soledad quemada y vacío de mar. Se había cansado de vivir deprisa, y sin embargo la propia vida le recordaba incansable que tiempo atrás había sido su elección… Ahora parecía imposible frenarlo.
Todos se iban; ella regresaba de nuevo.
Era así: el verano arrancaba para la multitud y ella lo clausuraba… con esa perpetua sensación a quemar las cosas demasiado deprisa… con la fría fugacidad con la que se cuela el agua azul entre los dedos antes de que puedas probarla…
Se entretuvo buscando el lugar perfecto para aquella chiquita obra de arte de la que se había enamorado tres años antes, cuando él regalaba sensibilidad a manos llenas y ella supo recogerla y guardármela en un lienzo para siempre. Era un cuadro que transportaba historia; una historia con lenguaje no verbal y más sentimientos que palabras. El pincel contra el olvido.
Lo colgó sobre un enganche vació en la pared del dormitorio, fue seis minutos antes de apagar la luz e irse a la salita a leer un rato. Y entonces, se dio cuenta. Sus primeros minutos a solas sin el cuadro le parecieron interminables. Ya era inevitable; de pronto lo echó de menos. No supo bien que necesitaba... si mirarlo o que él la acompañase. Supo, otra vez, que se había alejado demasiado deprisa. Sintió la amarga sensación de haber abandonado aquella habitación excesivamente rápido.
Echó un vistazo a todas las paredes que alcanzaron sus ojos. Buscó un martillo que sacó de la nada y le dio utilidad en cuanto lo hubo encontrado. Y lo colgó. Lo colgó en la pared más luminosa del comedor mientras cenaba. Lo colgó sobre el escritorio del salón mientras escribía… Dudó de nuevo si necesitaba observar el cuadro o que el cuadro la observase. Sólo tenía la certeza de necesitarlo a su lado.
Así fue como aquella cuesta color vivo y con sabor a Caribe no se detuvo en el camino. Así fue como después de recorrer 700 kilometros y dormir cada noche de los últimos tres días en diferentes lugares, El empiezamiento de la cuesta azul con piña protagonizó la historia del cuadro incansable, fiel compañía, impasible ante el nostálgico ritmo de aquel verano…
Ella no volvió a sentirse sola aquella noche.
Él no volvió a detenerse en el camino.
Quizás durante aquellos minutos ella sí estuvo loca. Quizás se sentía aquella noche demasiado sola, demasiado perdida, demasiado impotente, demasiado cansada. Quizás sólo era el comienzo de una firme amistad… o el amago de una amistad que trata de ocultar otra… pero fue el comienzo de la historia que cerraba la tristeza aquella noche y también fue el principio del futuro de aquel cuadro… el arranque del camino vivo de aquel cuadro itinerante.
lunes, 14 de junio de 2010
Vicky y la lluvia sobre el vaso de agua
A veces la vida me resulta parecida a un vaso de agua sobre el que nunca deja de llover. A veces los días están llenos de trajes de fiesta desgastados en los armarios de las grandes residencias de verano donde jugaban los niños veinte años atrás. A veces el destino no es más que una fría hoja de calendario disecado, esperando que una sirvienta en los huesos y sin dientes le arranque las hojas.
Siempre me ha parecido que la vida merece la pena cuando uno teme perderla, cuando uno se da cuenta de que ese instante vale tanto la pena que nada en ningún otro lugar del mundo puede hacerte más feliz. Que nada valdría la pena si algo cambiara.
Sé de lo que hablo porque yo sentí eso una noche de abril en Barcelona después de un reencuentro en el aeropuerto del Prat. Volví a tener ese mismo sentimiento en una buhardilla recubierta en madera de Malasaña. Y ese sentimiento no se olvida y se instala en la memoria como grabada a fuego en la piel.
La felicidad bien merece ser inolvidable, al fin y al cabo no sucede tantas veces.
Ese sentimiento –que es mucho más intenso que todos los pensamientos del mundo-, volvió a mí como contrapunto hiriente de aquella mañana. Las dos estábamos sentadas una frente a la otra, con dos cafés hirviendo apretujados contra las manos. Yo acababa de separarme, ella se estaba involuntariamente separando.
Es preciosa, joven, inocente, entera… está locamente enamorada de un ser que se le escurre entre las manos. Me habla de su boda, de su embarazo, de sus 28 años de sueños cumplidos en los últimos meses, me habla de su deseo invencible de tener a su marido al lado aunque sea, -cuánto pide-, hasta el próximo fin de año. El día 11 de enero él enfermó; le detectaron una leucemia rabiosa que se celó de vida perfecta de marido y de su recién estrenada situación de padre. Su bebé apenas había cumplido los dos meses. Desde entonces, no ha vuelto a casa. Él hace guardia en la cama del hospital permanentemente. Ella deambula entre el miedo y el vacío. Lucha contra organismos por permanecer cada minuto que la vida le deje en su cuarto, lucha contra las circunstancias por conseguirle a él un batido de vainilla agotado en todos sitios, lucha contra la muerte por quedárselo a su lado… Y ella camina, deambula, incluso a veces me parece que sonríe… al tiempo que llora.
Ahí, sentada con el café frente a ella… quemándome la lengua por la ansiedad de beber café y ocupar la boca para no decir todo lo que quería contar mi rabia… el corazón me latía tan fuerte que no recordé las pérdidas, ni el echar de menos, ni la gente que me falta…
Vicky sólo me transmitió aquella lejana sensación tan feliz de sentir que tienes todo lo que deseas. Y supe que, también para ella, la felicidad merece bien ser inolvidable; al fin y al cabo no sucede tantas veces. Quizás, esta vez, el vaso de agua estalle en mil pedazos mañana.
jueves, 13 de mayo de 2010
Siete diferencias entre las sombras del café

(A Karina, por inspirar el transcurso de esta historia, por compartir su oficina y cederme, alguna vez, sus pasatiempos)
Los domingos por la mañana nuestros lugares secretos se desdibujan entre madres de familias con pasteles en las manos y maridos presurosos por comprar el periódico y el pan. Ellos van y vienen, un lujo permitido sólo para algunos. Las cortinas, desde las casas, protegen una ventana que en el interior esconde esa cita en la iglesia los domingos y una vida familiar de manual… Es un paisaje poco habitual desde esta perspectiva callada que compartimos de lunes a viernes; cuando los niños están en la escuela y los padres se quejan frente al café de las once por las escaseces perpetuas de su vida laboral. Unos van con prisa. Otros, simplemente, van contra corriente.
En proporción, el tiempo compartido es poco.
Y pese a todo, la realidad es que me incomodan. Los llantos infantiles queriendo gusanitos antes de la hora de almorzar. Las risas, e incluso las sonrisas (especialmente las que pretenden ser cómplices). Me siento intimidada y desnuda en mi propio escenario. La hora del vermuth el domingo convierte mi despacho en un lugar imposible. Despierta la incapacidad absurda de recorrer cada invisible silencio del bar.
Mi despacho, situado en una de las mesas de mármol que se asoman en la ventana de la cafetería de siempre, me pasa el alquiler del local a golpe de café con leche y azúcar. De lunes a viernes, comparto la oficina con algunos compañeros, silenciosos abuelos dormidos esperando que llegue la hora de la siesta y un paralelo archivo de parados ansiosos por que les llamen con toda urgencia de alguna entrevista laboral.
La invasión de los otros, de los que llegan el domingo, dificulta mi ritual de pasatiempos sobre la mesa de mi dependencia. La dificulta de veras, empapa de imposibilidades mi serena intranquilidad. Por ejemplo, siempre me ha gustado jugar a las siete diferencias; habitualmente lo convierto en mi acto de rebeldía matutino sobre las hojas del único ejemplar de El País que ofrecen como premio por el madrugón los tiranos dueños del local. El abuelo de la boina gris me mira con rabia desde la mesa que toca con la esquina cuando apuro el puño con forzado disimulo sobre el pasatiempo. Creo que cada mañana muere y renace de envidia. Al verle, fuerzo el ceño y se me escapa una falseada sonrisa maligna. Es la inevitable penuria de mi único éxito personal.
Cuando termina la lucha libre entre mi página de pasatiempos y los testigos que me observan, me miro a mí y al viejito de aquella mesa, que todavía me guarda rencor. Mi desinterés emocional provoca que llegado este punto confunda a parados y jubilados como fichas de parchís contrapuestas. Ahí empieza el descubrimiento diario de nuestras siete diferencias. Yo y los jubilados; los jubilados y los parados; los parados y yo. Nos miro y les miro; y pienso que las canas ya no dicen más que las ojeras y las manos sucias de tabaco y tiempo. Que los bastones sostienen ya menos que la infame solemnidad de una potente batería de litio. Que los trajes de chaqueta bien planchados se lamentan de envidia ante los vestidos de los chinos que se arrugan sobre las sillas del local. Unos padecen de polillas; otros de chinazos de cigarrillo. Una enfermedad al uso de los tiempos modernos. Al menos, por regla general, los parados gastamos menos en cantidad de tela para pañuelos y abrigos.
En realidad todos bebemos lo mismo; café porque tiene aroma y, seamos sinceros, es lo más barato de la carta. Los parados, me di cuenta, todos mantenemos el teléfono permanentemente rozado por nuestra mano derecha... A veces me distraigo pensando si es más fuerte la ansiedad que provoca el amor, la vejez o el inem; quizás la pasión sea compartida. Los parados piensan que si el teléfono no suena en un intervalo de dos horas quizás sea porque se ha terminado la batería. Los jubilados no enseñan el teléfono –creo que a muchos no les interesan las palabras-, pero no pierden de vista el reloj como si cuando la aguja toca la hora punta el tren se les fuera inevitablemente, como si esperasen la cita definitiva, como si no tuvieran mañana para volver a envidiar al jovenzuelo que consigue cubrir las páginas de pasatiempos antes de las diez de la mañana.
Llega entonces la interrupción solemne de los domingos; ni siquiera me entretiene jugar a las diferencias entre hoy y los días de la semana. Todo me distrae. Hoy el vaivén de los niños y sus padres no me deja trabajar el pasatiempo de la vida gris de parados y jubilados, atados por el tiempo permanentemente. No me deja encontrar las diferencias sublimes que se encuentran en el mismo lugar. No me dejan discernir la sonrisa de la incertidumbre con la de la nostalgia; la mirada del futuro con la del recuerdo. La vida me interrumpe, me obliga a ver más allá y me despista. Por suerte, pronto llegará mañana. Y volveré a reunirme con mis compañeros de oficina; nos llevamos bien los compañeros pese a la rivalidad y el rencor por la competencia que provoca la página del pasatiempo a la extensa hora del café.
En este estado, la vida es ayer casi siempre. La vida, casi siempre, es mañana.
lunes, 10 de mayo de 2010
Cafés de domingo y las nostalgias de seda con destino
Sólo cuando uno asume que el domingo no es un día cualquiera empieza a encontrar sentido a las cosas. Sólo entonces uno comprende porque, pese a odiar la soledad, disfruta de los cafés silenciosos donde la vida sólo tiene sentido dentro de la imaginación de uno mismo. Mundanas miradas a través del cristal que deja pasar la vida de los otros por la acera. Cucharilla mareada en el interior de la taza de café que revuelve la tristeza para convertirla en destino. Sobre de azúcar de papel doblado hasta el infinito, tratando de remendar los recuerdos blindados que saldrán volando del saquito de seda. Olor a café goteando por las ranuras de la mesa de mármol, son restos de sueños y no pies de hierro de cañones fundidos que rinden homenaje a batallas y guerras.
Sólo cuando uno asume que el domingo no es un día cualquiera deja de ser indigente para convertirse en trotamundos. Deja de ser el perdedor cabizbajo que apura el café del desayuno bajo la mirada extenuante de su jefe, para convertirse en el hombre que moja un cruasán tierno y brinda porque el director comparta algún día la distracción provocada por la sensual secretaria veinteañera. Sólo entonces la nariz deja de pegarse contra el cristal del metro en un apuro desesperado por llegar esta mañana puntual a tu condescendiente martirio, para compartir la ocasión de hacer muecas a los niños que se quedan en el andén… ¡¡la irresponsabilidad de empezar el día con otra sonrisa!!
Sólo cuando uno asume que realmente no es un día cualquiera, deja de llorar los domingos por la tarde. Deja de buscar en la cartera que se multipliquen los billetes. Deja de atosigar al marido con la hipoteca, a la niña con el miedo de salir a la calle, de volver esta noche más tarde, de desconfiar hasta de su sombra inerte en el parque del Retiro. Sólo cuando se asume, las lentejas dejan de ser enemigas que te asaltan a la hora de la siesta. Los miedos dejan de ser puñaladas que atosigan a la confianza en el vecino. Sólo entonces los domingos dejan de ser días vacíos para convertirse en días de fiesta. Sólo entonces la vida descubre un sentido: rebelde, irregular, ilógico. Un sentido al fin y al cabo.
Sólo cuando uno asume que el domingo no es un día cualquiera, comprende que los telediarios no debiesen ocupar las comidas en familia ni hacerse hueco a calzador en las mesas de enamorados. Que los periódicos son sólo novelas influidas por la conciencia del que dibuja portadas y editoriales a bien del bolsillo. Que las miradas acristaladas a través de la pantalla no son destino ni consciencia marcada de nadie. Sólo injusticias que roban el tiempo a las historias que valen la pena.
Los domingos tienen ese sabor agridulce que solamente tienen las cosas que tienen dos vertientes. La lógica ilógica. La insensatez sensata. La injusticia justa. Sólo cuando uno asume que los domingos son un día cualquiera...
Y entonces, el café es simplemente una taza con aroma y azúcar moreno; las nostalgias un gusanito de seda con destino.
El día que un chico dibujó en el metro a la sardina desenlatada
Por temporadas, amenizo mis viajes en metro tratando de escribir lo que las personas de alrededor me transmiten con los gestos de sus caras. Me siento en el vagón, generalmente el más alejado el punto de entrada al andén, y repaso con la mirada a cada una de las personas que alcanzo a ver. Entonces, casi siempre, alguien me promete en silencio que si escribo sobre lo que me provoca nunca más olvidaré su cara.
Y, la verdad, casi siempre lo cumplen. Cuando pasa el tiempo y retomo la vieja libreta azul, lo que alguna vez me llamó la atención de esa persona vuelve a mi mente con la misma nitidez que mientras viajábamos en aquel vagón. Y regresa también esa historia de vida que alguna vez imaginé para él.
Con los años, este entretenimiento se ha convertido en casi un ejercicio de memoria.
Durante los últimos días, mis viajes en metro se convierten casi siempre en un tiempo de lectura; quizás estoy demasiado cansada como para reconocer a personajes externos e imaginarme sus historias. A veces leo, a veces disfruto de la experiencia de ser una sardina enlatada. Anoche no quedaba gente de pie; las caras agotadas cuando pasaban de las diez de la noche entraban ya a cuentagotas en el escenario. Y fue entonces cuando una mirada inquisidora me recordó mi propia mirada una mañana cualquiera.
Lo recuerdo perfectamente, analizando como un radar a cada una de las personas del vagón, y noté sin dudas como comenzaba a dibujar en su cuaderno oscuro a la muchacha que viajaba a mi lado. Se ve que es un artista veloz; a los pocos minutos comenzó a analizarme. Varias veces nos cruzamos la mirada, así que disimulé una y otra vez. Me sentía mal viendo a otro ocupar el que a menudo es mi propio papel. Apoyé la cabeza contra el cristal y traté de olvidar lo que estaba sucediendo, traté de fingir que era de nuevo una sardina enlatada. Sin embargo, notaba su mirada: la elevaba y volvía al papel; la elevaba y volvía al papel… A los pocos segundos –la paciencia no es mi fuerte-, comencé a inquietarme… lo miré de frente y esperé que subiera la vista del papel. Sonreí levemente:
- Perdone, ¿me está usted dibujando?
Habitualmente no trato a nadie de usted; creo que era la primera vez que lo hacía con alguien menor de treinta años. Inmediatamente después me imaginé mi cara de imbécil en el momento en el que él me hubiera dicho que, por supuesto, que tenía cosas mucho mejores que hacer que dibujar una sardina de mar perdida en un metro. No se dio el caso. Cerró el cuaderno bruscamente y desvió las pupilas tan lejos como si una sirena angelical le reclamase en alguna otra parte. Me levanté, me coloqué enfrente, cerca de él… debió temer que yo le arrancase la libreta en cualquier momento, así que se limitó a bajar la vista y a forzar un discreto sí más con el movimiento que con la palabra.
El metro había parado y las luces verdes de las puertas ya estaban encendidas. Sólo me dio tiempo a sonreír.
-Gracias. Qué tenga usted un buen viaje.
Al dibujante nunca lo describí en mi libreta azul de historias dentro de los viajes. Nunca hasta esta tarde.
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